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Análisis

Tratado de cómo resucitar al PP

La decisión de Albert Rivera de ofrecer ahora un pacto de gobierno al PSOE de Pedro Sánchez agrava el malestar de parte de la militancia naranja en la provincia, que no comprende las razones de porqué ahora y no antes, ni los últimos meses de complacencia con los populares

El líder de Ciudadanos, Albert Rivera, en un acto de precampaña en Madrid

El 6 de junio de 2019, durante aquellos días frenéticos en los que se negociaba la formación de los ayuntamientos después de las municipales de mayo, el líder valenciano de Ciudadanos, Toni Cantó, y la lideresa valenciana del PP, Isabel Bonig, anunciaron que ya habían cerrado pactos de gobierno en veinte municipios de la provincia. En la inmensa mayoría, los populares se quedaban la Alcaldía y Cs se erigía en su socio secundario. Tal anuncio provocó un cabreo monumental entre cargos locales de la formación naranja porque lo que habían anunciado Cantó y Bonig no era del todo cierto: en bastantes poblaciones Cs todavía no había cerrado nada con el PP y, lo que es más, seguía negociando la posibilidad de formar gobiernos locales con otras fuerzas políticas distintas.

Hagamos memoria: en aquellos días, Toni Cantó, un hombre que es perseverante en sus obsesiones hasta límites insospechados, había dicho a todos sus ediles que primero debían pactar con el PP, después y como segunda opción con el PP y después, y como última posibilidad, con el PP. Los responsables municipales de Cs no entendían nada. No podían comprender porqué se habían invertido titánicos esfuerzos en fundar un nuevo partido de centro con algunas pinceladas liberales pero otras socialdemócratas con el anhelo de regenerar la vida política española para que a la hora de la verdad su único cometido fuera servirle el poder en bandeja a una formación como el PP que lleva décadas gobernando ayuntamientos e instituciones en nombre de la vieja política. Y por eso todavía estaban inmersos en negociaciones con otros partidos que tuvieron que interrumpir a regañadientes cuando Cantó y Bonig escenificaron su apretón de manos. Algunos por cierto, no interrumpieron nada, como el edil de Cs de Teulada, Adrián Ruiz, que acabó firmando un pacto con Compromís y PSOE que desbancó a los populares del poder en esa localidad. La respuesta de la cúpula naranja fue, por cierto, fulminante: decretó la expulsión de Ruiz por atreverse a no seguir ninguna de las múltiples opciones que le había dado Cantó, ya saben, PP, PP o PP.

Tampoco varios cargos locales de Cs entendieron nunca demasiado bien porqué este partido no contempló de forma real un pacto de gobierno con los socialistas en la Diputación de Alicante, una administración de importancia capital porque es la única a la que le queda dinero, y en cambio permitieron que los populares siguieran utilizando todos sus recursos como lo han venido haciendo nada más y nada menos que desde la lejana época de Julio de España. Esos militantes naranjas advertían de la conveniencia de dejar a su principal enemigo en el mercado electoral del centro-derecha un tiempo en la oposición de la institución provincial, sobre todo después de haber coleccionado gestiones tan discutibles como las de José Joaquín Ripoll o César Sánchez, aunque sólo fuera por la higiene democrática que siempre otorga la alternancia. Pero no hubo manera y el resultado fue que hoy el actual presidente del organismo , el popular Carlos Mazón, es una de las figuras públicas al alza en Alicante.

Todo este tratado de cómo resucitar al PP en un tiempo en el que los populares -desde la moción de censura que desbancó a Mariano Rajoy hasta los primeros y decepcionantes resultados electorales de Pablo Casado- parecía más hundidos que nunca, no nació en Cs por ciencia infusa. Ni siquiera se le ocurrió a Cantó, un hombre más hábil en repetir ideas que en crearlas. Fue obra del máximo líder nacional de la formación, Albert Rivera, y su negativa en estos últimos meses a alcanzar cualquier acuerdo con el PSOE de Pedro Sánchez y por lo tanto a comportarse como un verdadero partido de centro.

El de Rivera fue un triple error: Uno, dejó sin margen de maniobra a su gente en comunidades, provincias y pueblos (y quien se atrevía a maniobrar acababa fuera, como ocurrió en Teulada); dos, fracasó en su intento de darle el sorpaso al PP para convertirse en fuerza hegemónica de la derecha porque la gente siempre prefiere al original que a la copia y optó por Pablo Casado; y, tres, bloqueó la formación de un Gobierno PSOE-Cs después del 28 de abril. Es verdad que este último al principio estaba muy difícil con aquellos cánticos ante el victorioso balcón de Ferraz de «con Rivera no, con Rivera no»; pero conforme fueron naufragando las negociaciones entre el PSOE y Unidas Podemos, hubiera sido una alternativa bien real por la que suspiraban muchos dirigentes socialistas, que veían y ven a Pablo Iglesias como una suerte de Lenin español, desde históricos como Felipe González hasta actuales como José Luis Ábalos.

Ahora Rivera da otra vuelta de tuerca: consciente de su calamitoso error, de pronto ha abierto la puerta a pactar con el PSOE después del 10 de noviembre. Tal compromiso llega muy tarde porque le deja en evidencia: demuestra que si ahora puede hacerlo también pudo haberlo hecho antes, este verano, y entonces no hubiera sido uno de los máximos culpables de la repetición de unas elecciones que este país no deseaba; y en eso es tan responsable como Sánchez y como Iglesias, componentes los tres de una lista maculada en la que el único que no aparece para su gran beneficio es el propio Casado: por eso, a este último le van bastante bien las encuestas recientes; por eso, se muestra tan moderadito -ya no clama contra las hordas de inmigrantes porque, bloqueado el efecto Vox, quiere ocupar el centro que Rivera le había dejado libre tan amablemente-; y por eso sonríe tanto.

Quizás Casado sonreiría un poco menos si en junio Rivera y Cantó le hubieran hecho caso a sus militantes, en Alicante y en tantos otros sitios. Era entonces, Albert, no ahora.

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