No es descubrir América, Carmen Alborch era sonrisa. Ni mención a la enfermedad. Pese a las huellas, cada vez más visibles y que ella intentaba borrar. Quiero pensar que con la esperanza de que el mal, el gran mal, desapareciera con ellas, aunque fuera un tiempo.

La recuerdo en su casa de València, de la que lo primero que uno pensaba es que no parecía la de una ministra. O exministra ya entonces. Pero su casa siempre fue la misma: un apartamento pequeño y coqueto cerca de la Universitat de València, su casa espiritual, el lugar donde empezó a ser Carmen Alborch, cuando el blanco y negro dominaba la gris vida española que ella contribuyó a colorear.

Como el blanco y negro de las fotos que tenía sobre la mesa, porque estaba recopilando recuerdos de los padres, la infancia (en Castelló de Rugat) y la juventud. ¿Un intento de detener el tiempo? La pregunta quedó en el cajón de los silencios, porque del mal era mejor no hablar. Solo si a ella le parecía, que eran pocas veces.

Carmen se ha ido así, haciendo como si nada pasara, siguiendo su vida de los últimos años casi hasta el final. Hace diez días se dejaba ver un momento por la sede socialista en la exposición que repasa los 40 años de la fusión del PSOE con el PSPV.

No hacía planes a largo plazo ya, pero en los suyos tampoco entraba la muerte. Al menos, no quiso que le torciera la vida ni el carácter. Pese al dolor, que lo hubo, y el sabor agrio de una enfermedad que le regalaba malas noticias con demasiada frecuencia. Ella prefirió el desdén al abatimiento ante el mal y pidió a los médicos que le dijeran lo que había, pero sin excederse en detalles.

Ahora que todo ha pasado, uno tiene la impresión de que el último Nou d'Octubre quemó las naves. Fue su último gran esfuerzo. Exhibió sonrisa y apartó dolores para recibir la Alta Distinción de la Generalitat y, además, pronunciar el discurso en nombre de todos los premiados en el Día de la Comunitat Valenciana. Habló de esperanza en la lucha por un mundo mejor. Habló de combatir «hasta el último suspiro». Ahora no parece una expresión comodín. Carmen estaba hablando de Carmen. Carmen estaba diciendo adiós a su manera. Sin decirlo y sin dejar de sonreír.

Así quiso enmarcar el punto final a más de treinta años de vida pública, desde aquel ya lejano 1987 cuando Ciprià Ciscar, entonces conseller de Educación y Cultura, reclamó a la flamante primera decana de Derecho para la dirección general de Cultura.

Luego vendría el IVAM, donde se doctoró en arte y cultura. El primer museo de arte contemporáneo de la España de las autonomías ganaba repercusión y nombre, y con él el de su responsable, que empezó a ser conocida y reconocida en Madrid. Desconocida no era para Ciscar. Se conocían desde los 18 años, cuando coincidieron en las aulas de la facultad. En cultura tampoco tocaba de oído: había tenido una experiencia como copropietaria de una galería de arte.

Luego vino la llamada de Felipe González para el Gobierno (1993). A uno le pilló empezando a teclear en una redacción lejos de València. ¿Quién es esa valenciana (la primera que llegaba a un cargo así) de pelo rojo ministra de Cultura?, preguntaban todos. Pronto lo supieron.

Ministra pop, le pusieron algunos. El foco se dirigió muchas veces a su imagen, anomalía que han sufrido después otras ministras. Ella no lo llevaba bien. «Te da rabia cuando has preparado algo con mucho esfuerzo y algunos medios comentan más tu indumentaria. Pero no tienes por qué cambiar, porque si no, no avanzamos. No tenemos porqué uniformarnos», razonaba en una entrevista con este diario hace un año, cuando la Universitat de València la reconoció con su medalla.

Algunos la quisieron ver frívola por su pasión por la moda y su aversión por el uniforme. Los que la trataron de cerca, compañeros y técnicos de los departamentos por donde pasó, saben que pronto se descubría la profesora de Derecho Mercantil.

Ha quedado como la ministra del cine. Lo llevaba con un orgullo que no podía esconder. Le gustaba ser recordada por su apuesta por el cine español. Y tampoco está mal entrar en un local y que Pedro Almodóvar coree tu nombre. Le pasó en alguna ocasión.

Carmen Alborch no sabía ser descortés, pero no todos eran de los suyos. Sabía manejar la distancia y la frialdad si la situación lo requería.

El Ayuntamiento de València fue su frustración política. En 2007 no pudo o no supo decir que no. El partido (el socialista, el único que conoció por dentro) la había tratado demasiado bien y no pudo decir que no a la aventura de hacer frente en unas elecciones municipales a una Rita Barberá en modo ciclón.

Una y otra, desde ideologías y sensibilidades contrarias, han sido las grandes mujeres en la política valenciana de final del siglo XX y principios del siglo XXI.

Carmen perdió, como cualquiera podía prever desde lejos, pero lo que peor llevaba era la sensación de topar con un muro con cada propuesta de oposición. Lo más difícil de su vida, decía de aquella etapa.

Fue el inicio de su retirada de la primera línea. Se mantuvo hasta 2015 como senadora, con un pie en Madrid, su otra ciudad, y València, donde le esperaban la familia, los amigos y los libros, que fue escribiendo a modo de desconexión progresiva de la política.

Carmen se ha ido después de 70 años intensos. Hoy su familia ha querido una despedida íntima. Ojalá lo consiga.

La vida pública pierde la sonrisa constante de una persona seria y responsable, sobrada de afectos, convicciones y esperanza hasta el último suspiro.