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Soldadito español

Adrián Ballester, de 37 años, vicepresidente quinto de la Diputación Provincial y número tres de la candidatura del Partido Popular por Alicante a las Cortes Valencianas, recibirá formación militar durante este mes para convertirse en reservista voluntario del Ejército de Tierra. Acabará su instrucción y jurará bandera el 12 de abril, el mismo día que arranca oficialmente la campaña de las Elecciones Generales y Autonómicas del 28-A.

«Estoy muy feliz de poder servir a mi país formando parte durante estos días de sus Fuerzas Armadas», ha escrito en una red social. Muy respetable y en absoluto sospechoso del oportunismo rampante que alimenta a diario las ocurrencias electorales de los partidos en la precampaña más estridente de los últimos tiempos.

Nada sospechoso porque Ballester pidió alistarse en noviembre, antes de la convocatoria de los comicios y de saberse candidato, pero los tiempos políticos son a veces caprichosos y su «alistamiento» ha venido a coincidir con propuestas de otros partidos tan fuera de época como la reimplantación del Servicio Militar, aquella obligación tan nuestra por la que miles de jóvenes perdían sus derechos civiles durante meses y veían cómo se truncaba a la fuerza su vida laboral o su estado familiar.

No acabo de entender a qué sector de electores van dirigidas estas soflamas que, además de no gestarse de forma espontánea en el debate social, despiertan un rechazo mayoritario entre la juventud de cualquier ideología por extrema que sea. Tampoco acabo de comprender que se ponga en discusión si se regresa a la Ley de Aborto de la década de 1980 o se deja tal como está. Ese empecinamiento por retornar a momentos de la Historia superados por los cambios sociales ocasionan a menudo situaciones vergonzosas, como la sucedida días atrás cuando Adolfo Suárez Illana advirtió del riesgo de que en España se pudiera abortar «después del nacimiento», como -aseguró convencido-, ocurre en Nueva York. La rectificación fue aún peor.

El discurso político debe aprender del pasado y construir con ilusión el futuro. Lo contrario acaba en el desencanto de un país que vuelve a llorar a Mambrú porque se fue a la guerra, qué dolor, qué dolor, qué pena.

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