El pasado 6 de abril, este diario abría su sección de cultura con una información a toda página y en color sobre la poeta alicantina Francisca Aguirre. En ella, África Prado lograba emocionar al lector con un resumen preciso y logrado de lo que significó para todos nosotros la presencia de la poeta alicantina en la Feria del Libro y en la ciudad que le vio nacer. En el recinto de la Estación de Autobuses, al calor de amigos y lectores, me atreví a recordar que amar a alguien como ella no tenía ningún mérito. Es un acto reflejo que experimentamos en nosotros a poco que leamos su obra y conozcamos su vida.

A continuación invité al público a imaginar. Imaginen -dije- a una niña que nace en Alicante en 1930 y que, al poco de venir al mundo, ha de marchar con su familia a Valencia, y más tarde a Barcelona, donde le espera una Guerra incivil. Imaginen a esa misma niña cruzando la frontera en el 39 de la mano de su padre, camino del exilio a Francia, sus días en París y un tiempo en el puerto de El Havre, esperando un barco que les lleve a América mientras la sombra acechante del nazismo cae sobre Europa.

Imaginen que alguien cometió la ingenuidad de regresar a España -la España del hambre y la venganza-, y que la niña vivió con apenas doce años el encarcelamiento y el posterior asesinato de su padre en la prisión madrileña de Porlier; y con ello, el tortuoso peregrinaje (ella y sus hermanas) como hija de presidiario por colegios y conventos de muy corta moral cristiana. Imaginen que en lugar de engendrar odio y resentimiento en las entrañas por una guerra y una muerte que marcaron para siempre su vida, la niña se refugiara en los libros y en la música, transformara su río de dolor en una lección de luz y de memoria viva: «Descubrir los libros -escribía Paca en 1995- ha sido uno de los pocos regalos que la vida me ha hecho. Para mí, Alicia en el país de las maravillas fue una maravilla en el país de las tinieblas. Con este libro aprendí a reírme del mundo hostil que me rodeaba».

Imaginen que esa niña tuvo grandes amigos, se casó con un poeta llamado Félix Grande y vio nacer a una hija a la que llamó Guadalupe. Publicó su primer libro en 1972 (Ítaca) y en él y en los que llegarían más tarde, puso voz al desasosiego, al desamparo, a la desolación, a la solidaridad, a la esperanza... Imaginen que su palabra, en carne viva y doliente, ante el despojamiento más inhumano, respondiera, pese a todo, con monedas de gratitud a la vida. Imaginen que esa misma palabra acabara siendo -como tanto admiró en su maestro Machado- palabra en el tiempo, memoria de un país desmemoriado, salvación personal y colectiva, conciencia y claridad en medio del caos y la ignorancia.

Imaginen que esa niña cumplió hace unos meses 88 años y que también, no hace mucho, un jurado bastante leído, le concedió el Premio Nacional de las Letras Españolas. Imaginen qué bien le habrá sentado algo así a una mujer que, como decía Albert Camus, estuvo siempre con quienes padecen la historia, no con quienes la hacen. Imaginen -dije para concluir- lo que quieran, pero no dejen de leer cualquier de sus libros. Caerán en la cuenta de que querer a alguien así no tienen ningún mérito.

Ahora imaginen con los ojos cerrados, que ella, Francisca Aguirre, ya no está con nosotros. Imaginen que sus pasos de niña han alcanzado, en una dulce carrera, los del padre que se fue y también los de Félix, su largo y tierno compañero. Imagínenla entre los dos, con su manos de hambre y de paz agarradas a la de ambos como una colegiala a la que han venido a recoger a la escuela y no puede contener la alegría. Imagínenla en la alta bondad de su alma.

Cuesta creer -y más que eso- que Paca ya no esté entre nosotros. El pasado viernes 5 de abril iluminó ella sola la Plaza de Séneca e hizo feliz -lo sé- a todos cuantos fueron a escucharla, a abrazarla, a agradecerle su palabra en el tiempo, su dignidad, su voz como herencia de esas voces de mujer que se fueron quedando a un lado. Era el último recital de su vida y fue a celebrarlo en la ciudad de su infancia y de sus sueños.

Cuando la vi marchar junto a su hija Guadalupe y su hermana Susi en el AVE de tarde el pasado sábado, sentí en lo más profundo -con vergüenza profunda también- que su amada ciudad aún no tuviera una humilde calle con su nombre. Tiempo ha habido, y mucho, para hacerlo, pero el exceso de ignorancia, la escasez de sensibilidad y la supina inoperancia de quienes han gestionado el tema estos años atrás han conseguido que Francisca Aguirre se fuera de este mundo sin ver la promesa cumplida. Imagínense.