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Socialistas: perdidos en la globalización

Socialismo, de keynes al caos

La socialdemocracia pierde el norte por su incapacidad para leer la economía y la sociedad global

Socialismo, de keynes al caos

«¿Cómo hemos llegado hasta esta situación?». Tras el shock de ver a sus líderes acuchillarse en público por lo que queda de su partido, los socialistas empiezan a buscar respuestas a su deriva en la historia reciente del PSOE. Y descubren que el episodio no es más que el último capítulo de una serie de acontecimientos que, vistos en conjunto, parecen las estaciones de un via crucis de derrotas de la socialdemocracia en Europa. Un grupo de iconos que, con más perspectiva, se convierten en los puntos que conectan un gráfico de barras que lleva 40 años cayendo poco a poco. Analizamos los hechos clave que han convertido al PSOE en un partido sin identidad y hundido en votos mientras sus homólogos ingleses y franceses luchan por tener espacio en la agenda y no acabar perdiendo votos año tras año como el PSD alemán o convertido en un partido residual como el Pasok griego. Así han llegado a la derrota fáctica los políticos que todavía defienden en público que la economía de mercado es compatible con el reparto de riquezas.

A finales de los 60 Europa era una fiesta. El Viejo Continente se había recuperado formidablemente de las heridas de la guerra con una medicina formulada a principios de siglo por el economista John Maynard Keynes, quien, consciente del potencial para crear riqueza de las leyes de oferta y demanda de la economía de mercado, pero también de los monstruos asimétricos que podía generar, propuso sus famosas bases del intervencionismo estatal dentro de una economía capitalista y un estado de derecho.

Décadas después de su enunciado y tras comprobar que el frenesí nacional de los fascismos conduce a la guerra y la miseria, las clases populares europeas -medias y trabajadoras- encontraban esperanza en los partidos de izquierda que, despojados del marxismo y refundados como socialistas democráticos, se decían capaces de repartir la riqueza sin cercenar la libertad individual como ocurría al otro lado del Telón de Acero.

Eran los socialdemócratas, quienes gobernaron mayoritariamente durante las tres décadas de posguerra conocidas como los «Treinta Gloriosos» gracias a la expansión benevolente del capitalismo que pilotaron a través de los conductos del estado del bienestar.

Era su propuesta estrella y tenía gruesos pilares. Producción a través de empresas privadas, pero con participación del estado en la economía mediante empresas públicas, nacionalizaciones y políticas de gasto público que funcionan como inyecciones estimulantes para recuperar sectores deprimidos. En la parte normativa, el estado del bienestar se traducía en regulaciones estrictas en materia laboral y fiscal que apretaba a los ricos y a las empresas para proteger a las clases más numerosas y con menos recursos de las consecuencias del trabajo mediante sindicatos, pensiones y prestaciones; de la enfermedad mediante sanidad universal y de la ignorancia y el estancamiento social mediante la educación pública.

La criatura de la socialdemocracia «solucionó la vida a los desahuciados de los años 50 y 60 y dio esperanza a la gente que peor vivía», recuerda el economista y exprofesor de la UA Clemente Hernández. Estos logros, impulsados por el optimismo antropológico de la modernidad que todavía estaba vigente en esos años, institucionalizaron la idea de que el progreso era el único destino de la humanidad.

La idea era contagiosa y daba resultado. Bajo el paraguas de la Internacional Socialista, decenas de partidos socialdemócratas se disputaban el poder en todo el mundo con liberales y conservadores, con los ojos puestos en la batalla europea. Allí derrocaron a Churchill en Reino Unido, lograron hacerse con medio Bundestag en varias elecciones alemanas y se señoreaban en Escandinavia. En la Suecia de los primeros 70, el pacto social consolidaba ya una vasta clase media, una tasa de paro nula y el segundo nivel de renta más alto del mundo.

«Pero con la crisis del petróleo la socialdemocracia pinchó», sostiene Hernández. El acuerdo es común a la hora de situar en la crisis energética provocada por los países de la OPEP como castigo a los socios de Israel el primer gran golpe al sistema keynesiano. Los cortes de suministro de barriles demostraron sus dificultades para intervenir eficazmente cuando los problemas vienen de fuera de su soberanía.

En 1978 y como represalia por la Guerra del Yom Kipur, el abastecimiento se redujo drásticamente y los precios se dispararon. Fue una crisis de alcance global. «Los países necesitaban recursos que de repente no podían pagar», recuerda Hernández. Hubo bancarrotas, cierres de factorías y despidos que expusieron tanto la debilidad de los trabajadores como la impotencia de los estados.

Organizados en dos bloques, los países capitalistas se entrelazan en una red de dependencias en las que unos compran lo que producen otros, gracias en gran parte a la organización del flujo monetario mundial que la conferencia de Bretton Woods había determinado durante la guerra. «Desde entonces, la historia de la economía es una historia de crisis sucesivas: la del petróleo, la crisis de deuda soberana en Latinoamérica de los 80, la burbuja inmobiliaria de Japón, la asiática de 1997, el corralito en Argentina en el 99, la burbuja de las puntocom en 2001 y la Gran Crisis de 2007. Todas se provocan en un punto del planeta y tienen consecuencias impredecibles en otros lugares», argumenta el economista de la UA Alfredo Masó.

Durante todos los 70 y 80, los estados empezaron a comprobar cómo los conflictos armados, el hundimiento de bolsas extranjeras y las crisis regionales tenían consecuencias que se dejaban sentir en su economía local. Pero esto no frenó la expansión de las empresas, que practicaban una forma nueva de colonialismo que buscaba nuevos territorios donde las condiciones para su actividad fuesen más favorables.

Los recursos tradicionales de la socialdemocracia no contemplaban más soluciones que tapar el daño con una compensación a los afectados, con cargo a la cuenta común. En ocasiones, el estado debía endeudarse o subir impuestos para poder afrontar estos gastos. Las acusaciones de insostenibilidad del estado del bienestar se dejaron sentir en este momento.

«En los 70 empezó darse una fatiga fiscal de las clases medias. Los gobiernos bajan la defensa y empieza una etapa de desregulación que llega hasta la actualidad», aporta el economista, Síndic de Greuges, expresidente de la Diputación de Alicante y militante del PSOE Antonio Mira-Perceval.

Pero mientras Europa iniciaba un lento retorno del socialismo, España aún estaba en camino. En los primeros años del PSOE, redefinido como una opción más «socialista que marxista» en su XXIII congreso por Felipe González, se reforzarían las bases de protección social y se fijaría el estado del bienestar español moderno. «Durante aquellos años las desigualdades se redujeron notablemente», apunta el exdirigente socialista. Masó, por su parte, recuerda que «en torno a un 70% de las clases trabajadoras ascendieron hasta la clase media» en un corto periodo de tiempo, en el que ya a mediados de los 90 «la diferencia entre la renta media española y la europea se había reducido a la mitad».

Fuera de nuestras fronteras, el realismo político y su brazo económico, el liberalismo, empezaba a ofrecer soluciones atractivas para los votantes, que auparían al poder a Margaret Thatcher y a Ronald Reagan en el mundo anglosajón. «Se produce un giro hacia lo privado en los años 80 en el que la socialdemocracia, lejos de rechazarlo y defenderse de él, busca hacer una aproximación con un análisis propio», apunta Mira-Perceval, como si quisiera señalar un punto de inflexión donde se cometió un grave error.

Quizá fue difícil verlo porque la sociedad para entonces ya había cambiado. Una de las tesis más extendidas para explicar la crisis de la socialdemocracia actual es la de la paulatina «muerte por éxito». Según esta idea, el estado del bienestar habría transformado a sus primeros protegidos, los trabajadores de la llamada «Generación Silenciosa» de la posguerra y, en especial, a sus hijos, en unas nuevas clases medias que, para consolidar sus logros y nuevos patrimonios, se «convierten» paradójicamente al liberalismo y al conservadurismo.

Masó y Hernández lo apoyan, con matices. «Hay algo de esto en la situación actual. Parte de los antiguos beneficiarios de la socialdemocracia han tenido ensoñaciones de nuevo rico y han buscado consumos y servicios diferenciadores, como la sanidad privada o planes de pensiones privados», reflexiona Clemente Hernández. «Lo cierto es que es un éxito, porque todos los partidos son socialdemócratas en el sentido de que ninguno se atreve a desmantelar el estado del bienestar», apunta Masó.

La Tercera Vía

Entre los 90 y el nuevo siglo, la socialdemocracia vuelve a buscarse a sí misma en un mundo para el que empieza a no estar bien adaptada. El pensador y autor del programa económico de Podemos Vicenç Navarro, señala en un artículo de 2011 la aparición de innovaciones ideológicas que dividieron a los socialdemócratas. Una rama pasaría a denominaría «socioliberal» y trataría de buscar un camino intermedio entre «socialismo y la vía neoliberal de austeridad social del gobierno Thatcher», según Navarro, en la llamada Tercera Vía del gobierno laborista de Tony Blair. Lo único que destaca Navarro en su texto sobre el proyecto es que se desregularizó al máximo el mercado financiero -el tránsito de capitales y abstracciones financieras alcanzó el 32% del PIB-, la industria se desinfló y las políticas keynesianas para fomentar la demanda interna de productos fue abandonada. «En diez años -cuenta Navarro- la militancia de los laboristas cayó a la mitad».

Misma música entre los nuevos socioliberales estadounidenses. La administración Clinton abriría la puerta a que la banca comercial pudiese ser también de inversión, según escribe Navarro, quien enfatiza que fueron así los socioliberales quienes allanaron el camino de la especulación financiera de las subprime que derivó en la Gran Crisis de 2007.

Pero a principios de esa década, Europa estaba absorta en su flamante moneda única, cuya implantación era capitaneada por una alternancia política de socialistas y conservadores. En 2001, la izquierda lideraba países tan importantes como Alemania, Inglaterra o Grecia mientras eran la segunda opción política en Italia, Francia y España.

Conforme avanza la década, la Unión consolida su visión del territorio como un gran mercado común, donde los trabajadores, los bienes y los servicios pueden competir libremente y sin restricciones fronterizas. Pero las necesidades programáticas de los keynesianos no logran materializarse: los intentos de avanzar hacia un marco normativo universal se dilatan o se estrellan contra el «no» en varios referéndumes nacionales. La unión federal que permitiría crear una figura análoga al estado supervisor del modelo socialdemócrata se estanca.

«La UE en sus inicios era una buena idea para afianzar este tipo de políticas, pero se ha optado por liberalizar sin armonizar, lo que ha dificultado aún más las propuestas keynesianas. A día de hoy es más fácil hacer socialdemocracia en EE UU o Japón que en Europa: allí la normativa entre estados es más parecida que entre España o Alemania», apunta Hernández.

Si «a un mercado único no le corresponde un gobierno único», como resume Mira-Perceval; no se puede hacer socialdemocracia. Y en ausencia de estas reglas, la izquierda sólo puede ver cómo le comen el terreno. Primero por la derecha próxima, y desde hace pocos años, también por ambos flancos del espectro ideológico.

«La socialdemocracia no ha hecho los deberes de repensarse a medida que la sociedad cambiaba y se iba imponiendo el capital y un discurso económico incontestable. Y cuando lo ha hecho, ha sido para hacer seguidismo de la derecha, como por ejemplo con la Tercera Vía o su apoyo a la guerra en Irak», apunta el sociólogo y politólogo de la UA Carlos Gómez Gil.

En efecto, durante los primeros años del siglo XXI, la imparable globalización conduce a los socialistas a una fase de indeterminación, de apuestas erróneas y malas lecturas de una economía cada vez más etérea y una sociedad menos estamentada -el socialismo «era fuerte cuando las clases sociales estaban bien definidas»- apunta Gómez Gil- donde la única constante es el imperio del capital global.

La deslocalización, la más básica de sus mecánicas, ha hecho estragos en la base socialdemócrata: las empresas desmontan sus fábricas de países donde la mano de obra tiene elevados costes buscando países más baratos. Con ellas se llevan los ingresos pero dejan los problemas al Estado, quien debe afrontar el desempleo que generan con menos ingresos por impuestos.

Para Berta Barbet, politóloga e investigadora de la Fundación Alternativas, próxima al PSOE, los trabajadores europeos han asistido a este y a otros procesos aún peores -como la ruptura de la cadena de crédito internacional que sostenía la burbuja inmobiliaria española- sin encontrar apoyo en sus valedores de siempre, la izquierda socialdemócrata.

En su análisis, señala que las ideas socioliberales han desatendido este electorado porque buscaban sumarse a la globalización a través de los profesionales liberales de izquierda -abogados, economistas, autores, empresarios, artistas- que sí sabían cómo aprovechar la interconexión mundial, «al contrario que los trabajadores manuales». Pronto se dieron cuenta de que «sólo con los profesionales liberales no se ganan elecciones», añade Barbet.

Así fueron percibidos durante los años que preceden a la Gran Crisis financiera de 2007, en los que el PSOE se centra en consolidar derechos sociales y en modernizar a la izquierda por arriba mientras el ministro de Economía Pedro Solbes presumía de haber reducido el gasto social a mínimos. Y los años que suceden, donde un Zapatero que «no supo ver, primero; que no quiso ver después y que finalmente no supo qué hacer», en palabras de Mira-Perceval, negó primero la existencia de a crisis para asumirla después como un «gestor suave de las políticas neoliberales», según Gómez Gil, quien señala entre los mayores errores del PSOE de la crisis «la reforma del artículo 135 de la Constitución» y su «parálisis ante el drama gigantesco de los desahucios».

Con un discurso dubitativo y pro sistema, de diferencias inapreciables con el de la derecha, y un diagnóstico de la situación «que no explicaba a su gente lo que había pasado ni lo que se había hecho anteriormente», según Masó, los socialistas perdían el apoyo de «las nuevas clases urbanas educadas» y también el de «los perdedores de la globalización», quienes han buscado «opciones no globales», a juicio de Hernández.

«Se produce una sangría de votantes socialdemócratas que buscan a partidos que dicen que el sistema no funciona y hay que cambiarlo. Podemos, por ejemplo, ha sabido hacer un diagnóstico que les beneficia a pesar de no haber sido claro en las soluciones», apunta la politóloga.

Podemos en España. UKIP en Reino Unido, Frente Nacional en Francia. Syriza en Grecia. Todos arrebatan a la izquierda democrática su base de trabajadores. «Los problemas de los socialdemócratas son transversales; todos los partidos socialistas de Europa están teniendo los mismos problemas», añade Barbet. Están perdidos en la globalización desde hace más de 40 años.

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