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Alejandro Ybarra, el arquitecto que hace arte en una tableta

Es arquitecto municipal en Alicante y retrata la vida como la mira

Alejandro Ybarra, el arquitecto que hace arte en una tableta PEPE SOTO

Dibuja desde niño, inspirado tal vez en los trazos de su padre. Alejandro es el quinto de once hermanos. Hijo de un militar nacido en Zaragoza y de una madre turolense, Maruja, llegó al mundo en el alto Pirineo oscense, en Aínsa, por las cosas de las guerras. La contienda española de 1936 pilló a su padre como maestro en una escuela de La Almunia de Doña Godina. En el reparto de suertes al joven profesor que dibujaba, escribía y tocaba la guitarra le tocó el bando nacional.

Después de tres años de guerra al lado de los vencedores, «El comandante», como así le llamaban en la comarca de Sobrarbe, fue destinado como teniente al cuartel de Boltaña, a escasos kilómetros de Aínsa. Después, la familia acampó en diversos acuartelamientos hasta que en la plaza de Lugo ascendió a teniente coronel.

1970. Con muchos hijos repartidos entre familiares y los menores en custodia, el matrimonio regresó a Huesca: el padre fue nombrado director de la Escuela Militar de Montaña de Jaca, con rango de general. Agrupamiento de los Ybarra.

Alejandro estudiaba PREU con más penas que glorias y sin vocación precisa para tomar decisiones. Así que se alistó como soldado voluntario en la escuela donde su padre mandaba, donde apenas dio un palo al agua durante unos meses.

En 1971 se mudó a Madrid y se matriculó en la Escuela de Arquitectura. Un año de vacaciones en tiempos convulsos y en el que ya se olía a libertad. No aprobó una sola asignatura.

Volvió a Jaca a descansar

El padre pasó a la reserva miliar y la familia se instaló en la ciudad de Valencia, donde residían familiares maternos. También llegó Alejandro.

Con 22 años, probó suerte el la Escuela Politécnica de Valencia. Aún quería ser arquitecto. Le tocaron los peores tiempos del sistema universitario de Villar Palasí: diez semestres para una carrera: o aprobabas todas las asignaturas o repetías el curso completo. Y exámenes cada sábado. Alejandro suspendió la Física con un 4,5 «por un profesor cabronazo» y tuvo que repetir. Pero mantuvo buen rollo con la profesora de dibujo de formas, Concha de Soto, quien le encargó diseñar una postal navideña, que le pagó.

Alejandro se hizo arquitecto en 1980, después de superar con nota un proyecto fin de carrera en el que ideó una escuela de bellas artes junto a las Torres de Serrano. Ya tenía a su mujer, Aurora, como pareja.

«No había trabajo, casi como ahora», asegura Ybarra. Regresó a Huesca a reencontrase con la nieve, con el esquí; coqueteando con sus ideas y los ladrillos. Una mañana se enteró de que el Ministerio de Hacienda había convocado tres plazas de arquitecto para revisar el catastro en la provincia de Alicante.

Aquí se plantó en 1983. Trabajó de casa en casa para actualizar el mapa catastral durante siete años para el fisco. Pero en 1991, después de años como estudioso opositor, consiguió la plaza de arquitecto municipal, en tiempos del socialista José Luis Lassaletta, que, pronto, le encargó el diseño de la plaza del Teatro Principal, edificio sumido en lentas obras y que, al fin, en 1992, inauguró la Reina Sofía.

Alicante recuperó su teatro y Alejandro parió su primer sueño. Más tarde trazó el proyecto del pabellón de servicios de la playa de El Postiguet, un chiringuito sensible situado entre el agua de su tejado y la arena que lo acaricia.

Dedicado a la conservación de inmuebles, el alcalde Luis Díaz Alperi (PP) le encargó esbozar la peana de la Plaza de la Estrella, donde se levanta la escultura así llamada por su creador, Eusebi Sempere. También fue el creador del Acuario de la Plaza Nueva, al que falló el pasado verano la máquina de refrigeración. Regresó al papeleo hasta que se hartó. Trabajó como independiente, en la calle. Así estuvo durante un lustro. Fue directivo del Colegio de Arquitectos de Alicante y secretario de sus colegas en el ámbito autonómico. Demasiados aburridos viajes en tren hasta que se hizo con una tableta que le propuso pensar, dibujar y colorear. Enloqueció con la idea: dibujar paisajes y personas.

Lleva cinco años pegado a una tableta. Satisfecho de su obra, enseña sus dibujos con sonrisas: paisajes de su tierra y de aquí, de personajes públicos, de políticos y deportistas. Y tiene un trocito de su computadora y sensibilidad para despedir a los muertos con obituarios coloreados, como los que ha dedicado a Santiago Carrillo y a José Antonio Labordeta, entre otros.

Así es Alejandro, que en la imagen aparece con su perro Coque. En la web «dibujandro.es» queda todo lo demás.

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