Carmela García se retoca sentada en la repisa de mármol del espejo del camerino mientras las hermanas Saray y Diana Huertas se repasan el recogido del pelo. En el suelo hay zapatos de tacón rojos y una bolsa con corsés ortopédicos. Aunque queda una hora para salir a escena, la irrupción de un intruso en la estancia parece haber perturbado el ritual preparatorio de estas cuatro mujeres que se han propuesto sugerir el alumbramiento de un nuevo orden con poco más que música, una proyección y el discurso de sus cuerpos en movimiento ante los mil espectadores que aguardan en la gran sala del ADDA. «Va a ser un espectáculo simbólico, no es narrativo», explica Asun Nogales. Destensa el ambiente con tono amable y sonrisas, pero mientras habla de Perfiles, el fragmento del espectáculo Pélvico que van a representar esa noche, no deja de estirar los cuádriceps y los gemelos. «La pelvis es el único hueso que es diferente en mujeres y hombres en el esqueleto humano. Y todo gira en torno a eso, en que yo creo que sí somos diferentes. Más cooperativas, menos jerárquicas. Y los tacones y demás es para mostrar cómo nos sentimos en esta sociedad», cuenta la coreógrafa. El extraño marcha pronto y la fundadora y directora de Otradanza regresa rápidamente al espejo, para reencontrarse con las suyas.

A la hora prevista el auditorio enmudece y un paisaje interestelar tintinea en la enorme pantalla que domina el escenario. Sobre el suelo aparece un resquicio de luz, como el umbral de una puerta en la oscuridad. Y en un lateral, cuatro figuras emergen del backstage backstagebajo música fría e inquietante.

Una de ellas avanza hacia la luz y se destaca sobre las demás. Las compañeras la siguen y se colocan en fila india. Bailan juntas, pero sin simetría; sólo sus caderas permanecen a la misma altura como atravesadas por un eje. Surgen nuevos umbrales de luz y las que están a la sombra de la primera se descuelgan del grupo para aprovechar la oportunidad de brillar solas. Pero no son libres; cuando no danzan clavadas al suelo, posan quietas como se espera de alguien que calza tacones.

Detrás, triángulos, pentágonos y formas geométricas simples mutan sobre la superficie de un planeta. No parece haber más conexión entre lo que ocurre en el fondo y en el suelo que el ritmo alienante de la música. Las puertas de luz desaparecen y las cuatro siluetas se reparten por otros puntos del suelo, vuelven a unirse y se separan de nuevo. Parece un ensayo frenético de cuatro criaturas que se debaten entre el «yo» y el «nosotros».

Cuando se funden en parejas juegan a reflejar el movimiento de su igual hasta que se cansan y empiezan a desobedecer en las réplicas. Se desafían, se separan y vuelven a unirse como una camada de felinos. Están explorando: si se sujetan los codos descubren que la tracción de la primera llega a la última, como las ruedas de un tren de vapor.

El paisaje de fondo cambia: la aparición de elementos líquidos anuncia que se está gestando un nuevo big bang y la geometría se ha vuelto más compleja y rápida. Hay algo fundacional y mitológico en toda la escena que el espectador intuye cuando la pantalla proyecta ráfagas de columnas de orden dórico. Los planos del espectáculo dialogan ahora; las bailarinas son un centauro de ocho patas y cuatro cabezas de mujer. Y cuando descubren sus herraduras, se zafan de ellas y corren descalzas y salvajes por la escena con actitud simiesca, arácnida, tribal; es el baile de un guerrero que también es madre.

La música alcanza el clímax y se reordena: ya no queda angustia y la frialdad se justifica con notas de progresión lógica y armónica. Ha nacido un nuevo dios. Ni es uno ni todos, y semeja al hombre pero es definitivamente distinto a él. El movimiento de las cuatro bailarinas recuerda al de los cuerpos que hasta ahora han dado forma al mundo, pero es más flexible y elegante y tiene la potencia multiplicada de lo colectivo. La era de la mujer ha comenzado. Y como una tecnología nueva que supera a la que ha quedado obsoleta, ocupa su lugar de primacía sin reivindicaciones ni venganzas. Solo hay afecto hacia el estadio anterior y compromiso con el futuro que ya lideran.

Hay nuevas leyes sociales en este universo que ha cambiado su centro de gravedad: se asustan, se agreden y se cuidan en una danza que mantiene el eje en la cavidad que la anterior evolución diseñó para alojar el útero.

Cuando las bailarinas recogen sus tacones de las esquinas el sueño de Noales se acaba. Y aunque pareciera que el sonoro aplauso ponía fin a lo vivido y devolvía el statu quo al mundo, los asistentes a la gala habían tenido el privilegio de sentir lo que está a punto de tomar forma.