En los pueblos y ciudades de la Comunidad Valenciana habitan 183.526 almas que profesan el Islam. Los hombres, mujeres y niños que tienen su fe depositada en la palabra de Mahoma suponen un 3,67 por ciento de la población valenciana. Es la cuarta comunidad, por detrás de Andalucía, Cataluña y Madrid. Y sólo una de sus ciudades, Valencia, entra dentro de las doce primeras -es la undécima- con mayor número de confesos del Islam.

Ese 3,67% de musulmanes en tierras autonómicas es ligeramente superior al porcentaje en España (3,6%), pero está muy lejos del 7,5 % de Francia o el 6% de Bélgica e incluso del 5,7 % de Suiza (datos de Amnistía Internacional en 2010). Estadísticamente, la probabilidad de que entre esos 183.526 musulmanes de la Comunidad se escondan o florezcan radicales susceptibles de convertirse en un lobo solitario sediento de sangre infiel es menor que en países con mayor presencia musulmana, pero nadie pone en duda que ese riesgo, por pura estadística matemática, no es cero. La pregunta es qué probabilidad real hay de que se repitan aquí episodios como el París, el de Sidney o el de Toulouse.

¿Cómo evitar ese peligro? «Sólo hay un modo: integración, integración e integración. Hay que evitar los guetos de barrios y colegios. La segregación impide la integración y favorece la radicalización». Quien habla no es un imán; no es un responsable político; no es un profesor de Sociología. Es un miembro de las fuerzas de seguridad del Estado implicado desde hace décadas en la lucha antiterrorista; contra ETA antes; contra el radicalismo islámico, ahora.

A nadie con suficiente capacidad de raciocinio se le escapa que ésa es la mejor vía. Pero la apuesta es a muy largo plazo, de modo que, entre tanto, la alternativa es la investigación pura y dura: recopilar datos sobre personas y movimientos con vigilancia constante y analizarlos para intentar anticiparse a una posible acción individual de un corte similar a la que se llevó 20 vidas, incluidas las de los tres terroristas, hace sólo unas semanas en el corazón de Europa.

Un centenar largo de mezquitas

En 2014, la comunidad musulmana contaba en todo el territorio valenciano con un centenar largo de mezquitas -según la Unión de Comunidades Islámicas (Ucide), habría 183, pero el propio organismo admite que son cifras infladas alejadas de la realidad-. La mayoría de las que sí están activas, unas 53, se ubican en Alicante; otras 50, en Valencia y el resto, en Castellón. Atraen a miles de personas, principalmente los viernes, el día de la oración, cuando los imanes pronuncian sus discursos a los fieles. «La mayoría son moderados, pero también hay discursos muy radicalizados, claramente proselitista», asevera un experto.

Hace tres años, los servicios de inteligencia contaban con un informe que advertía de que al menos dos de las mezquitas radicadas en la provincia de Valencia estaban en ese momento en manos de uno de los grupos más peligrosos, Takfir Wal Hijra, una escisión de los Hermanos Musulmanes de Egipto que se extendió hace tiempo por Europa y el Magreb. Sus seguidores, los takfires, una especie de selecto club del radicalismo, ni siquiera tienen que observar las normas externas de un buen musulmán, así que pueden raparse el pelo y la barba, beber alcohol, comer cerdo, tomar drogas y ligar con occidentales. Son soldados en plena guerra. Y visualmente, indetectables, así que no despiertan sospechas. Ni siquiera deben atender sus obligaciones religiosas.

En 2014, el takfirismo ya había conseguido sumar algún centro de oración más para su causa. La razón es simple. Un imán no es un cura. El islam carece de clero y cada musulmán podría constituirse en su propio imán, que no es más que un estudioso que dirige el rezo porque conoce cómo se realiza el ritual de una manera correcta, ajustada al Corán. Por eso, controlar al imán es controlar la mezquita y, por tanto, a los miembros de la comunidad que acuden a ésta con regularidad.

Es una conclusión lógica extraída no sólo por la inteligencia policial y militar española -los servicios de Información de la Guardia Civil y de la Policía Nacional y el CNI-, sino también por los radicales que quieren imponer su propia visión del Islam. En eso, el takfirismo no está solo. La irrupción en escena del Estado Islámico de Irak y el Levante, conocido en nuestro país por sus siglas en español EI, ha radicalizado el escenario hasta límites insospechados hace apenas un par de años.

Desde los feudos iraquíes del EI -el antiguo grupúsculo dependiente de Al Qaeda que desde 2014 renegó de la organización de Osama Bin Laden tras hacerse con buena parte del destrozado territorio de lo que fue Irak- y desde los campos de entrenamiento de Siria -la otra gran despensa espiritual y militar del EI- no sólo llegan jóvenes radicalizados adiestrados para diezmar las filas de los infieles. También envían imanes bien aleccionados al corazón mismo de Europa para que recolecten nuevos adeptos predicando la Yihad y apostando por la sharía -la ley islámica que emana del Corán- en su lectura más radical.

La vigilancia de los lugares de rezo musulmanes es, por tanto, uno de los pilares en los que se sustenta la labor policial para prevenir acciones terroristas. La colaboración de los imanes moderados sería fundamental, pero ese paso aún está en los fogones. Hay desconfianza. Y cierta permisividad hacia los suyos.

«Quien está dentro es quien mejor detecta cuándo un joven ha sido captado; cuándo se radicaliza, en qué momento decide irse a Siria, a Irak o a Yemen y puede regresar convertido en una bomba de relojería», afirma una fuente policial. Y son procesos largos, pero difícilmente detectables sino perteneces a la comunidad o estás muy cerca de ella.

Como en cualquier otra investigación policial, hay colaboradores que, por una u otra razón, ofrecen información a la policía. Corromper a un integrista islámico con premios occidentales no es fácil. Y quien se presta a hacerlo -delincuentes de confesión musulmana con licencia para entrar en los círculos religiosos más cerrados, por ejemplo-, no siempre sabe lo que realmente interesa conocer para esa labor de prevención, porque su inobservancia de la sharía lo aleja de los núcleos donde sí se cuece esa información.

Control de pasajeros y dinero

Así las cosas, hoy por hoy la clave para cazar esos movimientos geográficos de futuros muyahidines es el control del movimiento de pasajeros. Se intenta vigilar los centros de compra de billetes, virtuales y presenciales. También la documentación de los viajeros. Y, por supuesto, los billetes por destino, aunque haya escalas intermedias El ministro del Interior español, Jorge Fernández Díaz, reivindicó el jueves ante sus socios comunitarios en Riga el endurecimiento de las medidas y controles de seguridad fronterizos. El mensaje es claro: estamos en guerra.

Otra de las claves para luchar contra el yihadismo está en el control sobre sus finanzas. Los servicios de información españoles, como los del resto de aliados en esta guerra tan letal como intangible, tuvieron que agudizar el ingenio ante el ancestral método de envío de dinero que utilizan las comunidades musulmanas: el hawala. Es un sistema de microtransferencias enviadas a través de una red de prestamistas no oficiales que permite colocar grandes cantidades de dinero en cualquier parte del mundo en menos de 24 horas. Como un gigantesco hormiguero perfectamente organizado. Así se financió, por ejemplo, buena parte del 11-S. Increíble a los ojos occidentales porque la base del sistema es la confianza ciega en la honestidad de cada uno de sus integrantes; algo impensable a los ojos de un occidental del siglo XXI.

Así se mueve el dinero, pero, ¿de dónde sale? Los cauces son varios y variados. Cada vendedor callejero de rosas, cada fiel en una mezquita, cada frutero, cada carnicero o cada dueño de un «kebab», como miembros que son de la comunidad musulmana, están obligados a contribuir con una limosna para los más necesitados. Es el tercer pilar del Islam. El zakat. Según los expertos en antiterrorismo, una parte de ese dinero que cada musulmán debe aportar a la causa año tras año es desviado para ser invertido en la Yihad. También, obviamente, el que aportan los musulmanes desde la Comunitat.

Hay vías más lucrativas, de todos modos, que si se mantienen bajo vigilancia, aportan datos sustanciosos a la hora de detectar una posible acción violenta. Los radicales han encontrado un interesante filón en el mundo del crimen organizado: se han convertido en traficantes de droga -principalmente hachís, por razones obvias: el mayor productor del mundo es un país musulmán: Marruecos-, pero también en ladrones de viviendas, exportadores de vehículos sustraídos -enteros o a piezas- hacia el norte de África y Oriente Medio, falsificadores de documentos y atracadores golosos de joyas. Cualquier delito que protagonicen sus compatriotas con el fin de buscar el camuflaje perfecto.

Armas, un mercado con fugas

En mayo pasado, se confirmaba otra de las vías de financiación sospechada hace tiempo: el tráfico de obras de arte. El puerto de Valencia está en alerta como punto de entrada de arte antiguo -egipcio, sumerio, persa, mesopotámico...- expoliado sin ningún rubor ni respeto al pasado por los miembros del EI y afines en países como Irak, Siria o Egipto. El rendimiento económico de la venta de esas piezas a ávidos coleccionistas occidentales sin escrúpulos es altísimo. La alarma saltó al detectar en un barco atracado en Valencia 36 obras del Antiguo Egipto, expoliadas de dos yacimientos del Bajo Nilo -Saqqara y Mit Rahina- por el que los traficantes de arte iban a obtener 300.000 euros. Y eso da para muchas pistolas y fusiles.

Conseguir un arma, un fusil o un explosivo en España no es, ni mucho menos, complejo. «Si lo pagas bien, casi cualquier delincuente puede ponerte lo que buscas encima de la mesa en pocos días. Es mucho más fácil de lo que se cree», afirma un experto en la lucha antiterrorista.

De ahí, que se intente extremar la vigilancia con determinadas cargas que entran en puertos como los de Valencia o Alicante. Aunque sore todo el primero sí es un punto estratégico en esta lucha contra el escurridizo enemigo yihadista, no es el único bajo control de los servicios de Información.

Sobre todo, se trata de estar con contacto con las cloacas, donde cada uno sabe quién maneja armas, de dónde vienen y quién las compra. Una de las vías de entrada durante bastantes años fue a través de las tropas españolas que trajeron cientos de armas y explosivos de países en conflicto donde España había acudido bajo el paraguas de la ONU. Unos, como recuerdos, y otros, por puro negocio, introdujeron en sus equipajes un buen número de piezas de armamento que continúan en el mercado negro. A expensas de la billetera más abultada. Esa vía se cerró con la puesta en marcha de las estafetas de la Guardia Civil, que controlan todos y cada uno de los petates que regresan a casa, pero hay otras muchas.

Ese especial control sobre el movimiento ilegal de armas llevó al servicio de Información de la Guardia Civil de Valencia a desmantelar hace sólo unos meses una red de traficantes de armas liderada por un miembro del instituto armado. Nada que ver con el yihadismo, pero podría haber sido. Por eso, algunos aún sienten escalofríos al recordar una anécdota que prueba el descontrol en este terreno y las fugas en seguridad: a uno de los detenidos, un coleccionista sin más ánimo que el de disfrutar viendo su arsenal, se le intervino una ametralladora MG; cuando se le preguntó por la procedencia, la respuesta los dejó paralizados. Con la mayor de las inocencias, el hombre respondió: «¿Esto? Me lo han enviado así por correo desde Estados Unidos». Obviamente, nadie detectó nada en ninguna aduana.