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La ELA, un mal sin remedio

Celia Vicedo, enferma de esclerosis lateral amiotrófica y vecina de Agost, relata las dificultades a las que se enfrenta a diario y las escasas ayudas económicas

Celia Vicedo y su joven yorkshire, Héctor, a las puertas de su casa. Antonio García

«Necesito ayuda para todo: levantarme, ducharme, vestirme, comer... Así que no tengo más remedio que tener a una persona en casa que me ayude en mi día a día, porque mi marido todavía está trabajando. Sin embargo, mientras mi vida se va apagando poco a poco, aún estoy a la espera de que la Generalitat me conceda una prestación por la Ley de la Dependencia. Ellos no tienen prisa, pero yo no puedo esperar más», explica con la voz entrecortada Celia Vicedo, una alicantina de 59 años, residente en Agost, que lleva tres años luchando contra la Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA). Esta enfermedad, que ahora ha dejado de estar en la sombra gracias a la campaña del cubo helado, cambió su vida a partir de enero de 2011.

Sin embargo, la amarga travesía arrancó meses atrás, cuando empezó a «dar tumbos» de médico en médico. «Me notaba muy cansada y fui al médico. El primero me dijo que tenía colesterol, que empezara a andar con frecuencia. Como vi que las sensaciones no cambiaban, volví al médico, que me miró la circulación. Luego me mandó al traumatólogo y al reumatólogo, antes de acabar en el neurólogo, que me mandó las pruebas definitivas».

Celia no olvida dos fechas en su vida. Una fue un día próximo a la Navidad de 2010. Fue a recoger los resultados de las pruebas, convencida de dejar el sobre en casa hasta que en enero acudiese al especialista. «No quería amargarme las fiestas», asegura. Sin embargo, la tentación ganó el pulso. «Volviendo en el coche, abrí el sobre y, al leer una frase, se me cayó el mundo», continúa. Celia se refiere al diagnóstico de las pruebas: «Posible ELA». Poco después se confirmó la enfermedad, otro día negro. «Recuerdo perfectamente que el médico me puso su mano en mi hombro. Entonces le dije que si tenía la misma enfermedad que una amiga mía, que también era paciente suya. Él me dijo que sí», relata Celia, en su silla de ruedas y sin poder contener las lágrimas.

Tras ese momento, todo cambió en la vida de Celia, aunque al principio le costó asimilar que su día a día iba a cambiar de manera radical. Ella y su marido, una vez jubilados, ya no iban a poder irse de viaje a Benidorm (y a otros lugares), tal y como soñaba la pareja. De hecho, para esos «caprichos» y para tener una vejez «tranquila», el matrimonio había ahorrado algún dinero a través de un plan de pensiones. «Tuve que sacar todo ese dinero para pagar la reforma de mi casa. Yo dormía en la parte de arriba, donde tenía el aseo. Así que tuvimos que hacer una reforma importante, que se llevó todo el plan de pensiones que habíamos ahorrado. La psiquiatra me hizo ver que ese dinero ya no iba a servir para cumplir esos sueños que teníamos, sino que tenía que gastarlo ya. Me hizo pensar en el día a día, no a largo plazo. Y así intento hacer ahora», explica Celia, que cuenta con el apoyo incondicional de familia y amigos. «En ese aspecto, al menos no se puede quejar. Tiene el cariño de todos, de su familia y de muchos amigos, que hacen todo lo posible por ella. Vienen a casa, para sacarla de paseo y que esté lo más activa posible», continúa la hija de Celia, homónima de su madre, que intenta robarle sonrisas a cada momento, con cada excusa.

Y es que Celia, pese al estado avanzado de su enfermedad degenerativa (ya se mueve con una silla eléctrica y necesita oxígeno extra para respirar), intenta seguir con sus aficiones, pese a que le cuesta «mucho esfuerzo». «Me gusta hacer jabones y cremas naturales y pinto cuadros, sobre todo de flores y paisajes», añade Celia, mientras señala los lienzos que decoran la planta baja de su casa en Agost.

Sin embargo, las preocupaciones de Celia no pasan sólo por los pasos imparables que da su enfermedad, sino por la economía familiar, muy afectada también por la ELA. «Son muchos los gastos: ahora ya tengo que pagar las medicinas y la factura de la luz es altísima, porque me conecto muchas horas diarias a una máquina para limpiar de dióxido mis pulmones y hay que recargar las baterías de la silla. Pero en cambio, todavía estoy esperando a que me den una ayuda por la dependencia». La Generalitat no tiene prisa. Pero Celia, como otros miles de dependientes en la Comunidad, no puede esperar más.

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