Hace un par de meses sorprendió una noticia que nos obliga a interrogar acerca de la intromisión masiva de los objetos tecnológicos y las redes sociales en nuestro quehacer cotidiano; pero más aún, debemos estar advertidos de las modificaciones que introducen éstos en los vínculos, produciendo un cambio de lógica radical en las situaciones a las que nos vemos confrontados hoy en día; ya sean, niños, adolescentes, o adultos en general. Porque es un hecho real, todos participamos de ello.

La noticia era la siguiente: En el estado de Nueva York una pelea entre adolescentes finalizó con la muerte de uno de los chavales. Hasta aquí, algo que aunque inaceptable, no es de sorprender. La violencia generalizada, un hecho a analizar, irrumpe cada vez mas en nuestro entorno cotidiano y a edades cada vez mas tempranas.

Sin embargo lo que más llamaba la atención es que este hecho había sido presenciado por muchos adolescentes que se dedicaron simplemente a grabar con sus móviles de última generación, cada detalle del acontecimiento.

Un policía conmocionado explicaba que lo que le sorprendía profundamente era que ningún adolescente intentara por algún medio detener tal situación, ni tan siquiera que ninguno hubiese optado por llamar a alguna autoridad; policía, dueño del establecimiento, en fin, algún adulto que funcionara como barrera, como límite a tal acto de semejante envergadura.

Como una película, serie televisiva o videojuego, el adolescente convertido en un espectador pasivo participaba aparentemente sin la menor conciencia del acto en cuestión. Lo que prevalece allí es la satisfacción, por más paradójico que resulte; la satisfacción por ver el horror que parece hipnotizar, sin mediación alguna y que cuando eso ocurre, no hay una llamada al adulto, quedando entonces, encerrados en un circuito donde están solo ellos y lo que ven.

Realidad e imagen parecen identificarse, se presentan coagulados en el mismo acto de ver, la mirada se hace el dueño de la escena sin despertar conmoción porque la confusión entre la realidad y lo virtual domina la escena, sin posibilitar la llamada a un tercero que interceda sobre lo que ocurre porque parecería ser que en la subjetividad actual, la delgada fina que distingue mundo de ficción y realidad está prácticamente extinguida.

El sujeto de hoy vive una enorme cantidad de tiempo en el mundo de los objetos virtuales, quizás más que en la realidad cotidiana, no es raro ver dos adolescentes juntos, pero cada uno intercambiando con su móvil más que con su compañero.

Incorporados dichos objetos tecnológicos masivamente a su realidad no es raro la confusión mencionada antes.

Por otro lado la degradación de la función de autoridad quita la posibilidad de apelar a ella. El adolescente de hoy cada vez menos busca apoyarse en el adulto, cada vez menos busca un saber en el profesor, en los padres, etcétera. Desamparados de esta función se refugian en el móvil y apoyándose en Google o en las redes, quedan nuevamente enmarañados en lo virtual.

La acelerada hiperconexión transforma las leyes de funcionamiento, y cambia aspectos cruciales de nuestra vida. No se trata de ir en contra de ellos o de negarlos, sino de poder pensar cómo hacer para que estos no dominen nuestro espacio todo el tiempo, sino que nosotros como sujetos responsables, podamos introducir cambios que operen como reguladores.

De lo que se trata entonces es de hacerlos instrumentos y no pasar a ser instrumentos de ellos, porque de lo contrario las películas de ciencia ficción, donde la máquina viene a destruir y apoderase del mundo humano, introduciendo el horror, parecería que tal vez no estamos tan lejos de ello. La «maldad» no está en el móvil, ordenador o videojuego, sino en la forma masiva de la que hacemos uso, y limitarlo de la buena manera corresponde al hombre, no a la máquina.