QUIENES HAN PADECIDO alguna intervención con anestesia general bien conocen el peso de las horas hasta poder ingerir líquidos. La sequedad en la garganta. Los labios que parecen sellados con pegamento. La imperiosa necesidad de presionar un algodón empapado sobre la boca, y apurar la conciencia cuando se deslizan por las comisuras un par de gotas de agua que te devuelven a la vida. Y no digamos cuando levantan la veda, y la enfermera te trae un zumo de melocotón que te aclara la mente y valida tu fe en el futuro. Qué magia se produce al beber aquel jugo que te parece el mejor que has probado hasta entonces; da igual si es un café con leche de sobre, si el agua no está fría o si el zumo es industrial en lugar de bio. La abstinencia forzosa ayuda a redescubrir lo que significa calmar la sed. La frescura que entona el cuerpo, hidratando paladar y laringe -y sobre todo el cerebro-, porque cuesta más pensar cuando sufres algún tipo de privación o exceso.