Atenas, mes de mayo. En el Ágora, uno espera pisar las vetustas losas de mármol para que desde las plantas de los pies penetre en el cuerpo algún temblor socrático que aporte sentido al viaje. Pero las voces de cinco continentes le distraen. Pegados a la majestuosa y decapitada estatua de Adriano, unos chinos con camisetas con eslógan USA, pantalones cortos y gorras de béisbol hacen piruetas y se fotografían muertos de entusiasmo. Arriba en la Acrópolis, la fuerza femenina y feminista de las Cariátides es fotografiada por los rusos y los europeos que vomitan los cruceros; solo se distinguen entre ellos por sus voces y acentos. Me fijo en una japonesa de cierta edad, atrapada en la multitud, que las contempla embelesada, cubierta por los colores de sus miyakes superpuestos: es la excepción.