Haces un recorrido a pie que ofrece grandes árboles, monos y pájaros de colores, estímulos más que suficientes para tener cara de tonto, y todavía te espera algo más. De pronto, de postre gourmet, te plantas a solo unos metros de la monumental Garganta del Diablo, y la mandíbula inferior se deja caer hasta el suelo. Arcoíris, mucha agua y un estruendo continuo. La magia se siente en las Cataratas de Iguazú, un conjunto de saltos dentro de la lista de las siete maravillas naturales del mundo, con un lado en Brasil y otro en Argentina.

Allí caí de la mano de Mateu, un heladero italiano que había conocido semanas antes en Uruguay, y de la compañía de Pérez, una cordobesa (de Córdoba, Argentina) a la que casi le da un infarto tras un incidente con un coatí ladrón.

El espectáculo se inicia a los pocos minutos de entrar al parque natural; unas ramas enmarcan el primero de decenas y decenas de saltos, grandes caídas de agua que se van superando una tras otra.

Si ya me cuesta encontrar la manera de hacer las palabras lo suficientemente grandes para describir cómo se percibe este templo desde tierra, se me complica todavía más explicar la magnitud que cobran las cascadas desde el barco, exactamente desde justo debajo de una de ellas. Hoy, las Cataratas de Iguazú: