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Juan R. Gil

Análisis

Juan R. Gil

La justicia no es un cachondeo

La Sección Séptima de la Audiencia Provincial, con sede en Elche, dictó el miércoles sentencia por la que absuelve a los 34 acusados -entre ellos, dos exalcaldes- de gravísimos delitos de corrupción en la contrata de recogida de basuras y limpieza viaria de Orihuela. Esta era la mayor causa -por número de imputados- de las derivadas del llamado «caso Brugal», investigado por el fiscal Anticorrupción Felipe Briones a partir de la denuncia en 2007 de uno de los propios encausados -el empresario Ángel Fenoll-, investigación que dio lugar nada menos que a una veintena de piezas y que acabó con la carrera política de cinco dirigentes del Partido Popular: los ya aludidos exalcaldes de Orihuela José Manuel Medina y Mónica LorenteMónica Lorente; los exalcaldes de Alicante Luis Díaz Alperi y Sonia Castedo y el expresidente de la Diputación José Joaquín Ripoll. Y la primera de entre las principales cuyo juicio llegaba a término, nada menos que trece años después de que las pesquisas comenzaran. Mi compañero Manuel Alarcón, probablemente el periodista que mejor conoce el sumario sobre el que se falló el miércoles, se preguntaba al día siguiente en INFORMACIÓN: «¿Es esto justicia?». He esperado a que los profesionales del Derecho respondieran a esta cuestión que nuestro jefe de la Delegación de Elche y la Vega Baja planteaba de forma abierta. Pero como es norma en esta provincia, nadie lo ha hecho. Yo sí quiero contestar, pese a ser lego.

Sí, es justicia. Porque, a pesar de todas las críticas que legítimamente puedan hacerse sobre esta causa, sobre los enormes fallos en el procedimiento que se han cometido durante su instrucción, sobre el daño hecho a vidas y haciendas, sobre las consecuencias que para la ciudadanía en general ha podido tener un proceso de esa envergadura, sostenido, como ahora se ve, por hilos muy delgados, cuando no inexistentes; y a despecho del disparatado tiempo transcurrido y los perjuicios derivados de dicha dilación a todas luces injustificable, han concurrido tres cosas por las que merece decirse que sí ha habido justicia: uno, ha triunfado el Estado de Derecho; dos, se ha celebrado un juicio con todas la garantías; y tres, el tribunal ha fallado entrando al fondo de la cuestión, sin parapetarse en tecnicismos.

La sentencia de la sección séptima de la Audiencia, cuyo ponente ha sido el magistrado Manel Aroca, podía haberse limitado a zanjar el asunto anulando por ilícitas las escuchas telefónicas practicadas por la Policía a impulso del fiscal pero, ojo, con la firma de cinco jueces distintos a lo largo de más de tres años (los de Brugal son los pinchazos telefónicos más prolongados de la historia, incluidos los hechos a cabecillas terroristas), y aquí paz y allá gloria. La doctrina del árbol envenenado, todos cuyos frutos también lo son: como las escuchas no eran válidas porque carecían de legitimación para ejecutarlas, nada derivado de ellas lo es y nada más tenemos que mirar. Los ciudadanos, entonces, nos habríamos quedado con cara de (perdón por la expresión) gilipollas: sin saber, por una torcida instrucción (que en Democracia no es cuestión menor, sino cardinal), si hubo delito o no.

Pero esto no es lo único que dice el fallo de la sala presidida por la magistrada Gracia Serrano y de la que también forma parte, además del ponente antes citado, el juez José Teófilo Jiménez. No. La sentencia, de casi 400 folios, tras invalidar las escuchas, entra a rebatir una por una e imputado por imputado las acusaciones que hace el fiscal, apoyándose para ello en los hechos presentados y comprobados durante la vista oral. Y así es como llega a establecer, no sólo que la instrucción de este caso fue un desastre jurídico de principio a fin (donde al mismo tiempo que no se respetaban las garantías constitucionales que amparaban a los investigados tampoco se practicaban las más mínimas diligencias para comprobar los supuestos delitos que se investigaban o para evitar su comisión, y encima se ignoraban datos que contradecían claramente las acusaciones preestablecidas), sino que ni Medina ni Mónica Lorente -por hablar de caza mayor- prevaricaron, ni cometieron cohecho, ni fraude, ni delito electoral, de acuerdo a los hechos presentados. Es decir, no quedan absueltos porque las evidencias contra ellos procedieran de una actuación irregular y por ello no han podido ser valoradas, sino porque el tribunal, pese a ello, se arremanga, entra en el asunto, mira las pruebas, contrasta los hechos y cree que no hubo tales delitos.

En la España bipolar en la que vivimos, sé que a muchos lectores no les gustará nada lo que acabo de escribir. ¿Dos del PP, acusados de robar, inocentes? No puede ser. Como a otros, en este caso del bando contrario, tampoco les pareció bien que criticara la detención televisada mediada la pasada legislatura del entonces presidente socialista de la Diputación de Valencia, sobre cuyo caso, desde que le pusieron delante de las cámaras los grilletes y le hicieran dormir en un calabozo, poco o nada se ha vuelto a saber, lo que demuestra la desproporción de aquella actuación como de tantas otras que en los últimos años se han estado llevando a cabo bajo ministerios del Interior controlados tanto por el PP como por el PSOE. Pero es que creo que, si de algo va esta sentencia de la Sección Séptima de la Audiencia Provincial, es precisamente de que los prejuicios son lo contrario a la justicia. De que esto no puede consistir en que primero se construye un relato y luego se ajustan los hechos al mismo, si hace falta a martillazos. Relato siempre hay. Y siempre es previo a la confrontación con la realidad. Los periodistas tenemos un relato en la cabeza cuando nos enfrentamos a una noticia, por ejemplo. Lo tienen los historiadores cuando analizan un acontecimiento, un reinado, un período. La diferencia, entonces, entre buenos y malos periodistas, historiadores, policías, fiscales o jueces estriba en ser capaces de conformar ese relato previo a la realidad que los hechos te ofrecen, y no al revés. En permitir que la realidad te estropee un buen titular, y no perseverar en él aunque los hechos lo contradigan.

Decía antes que con esta sentencia ha ganado el Estado de Derecho. Por supuesto que sí. Porque aunque sea tarde, se ha impuesto. Porque reconforta pensar que los derechos fundamentales son en algún momento protegidos y sigue habiendo instancias dentro de nuestro ordenamiento para asegurarse de que no caben atajos en la persecución del delito: que, en definitiva, para combatir (supuestamente) un ilícito, no se puede emplear otro. Y el fallo no reconforta ni por Medina, ni por Lorente; ni por Fenoll, ni por el resto. No se trata de que hayan sido absueltos. Sino de que, con independencia del veredicto, se hayan hecho respetar las reglas del juego. Porque sin ellas, todos estamos perdidos, y cuanto más abajo en la escala estés, peor lo vas a tener.

Como dice el tribunal, las conversaciones grabadas al empresario Ángel FenollÁngel Fenoll, un tipo oscuro, condenado a prisión en otros asuntos también vinculados a irregularidades y escándalos, así como a otros de los acusados, políticos o no, muestran actitudes socialmente reprobables. Pero las actitudes no son delitos. Lo son los hechos. Y hay que probarlos, porque el Estado de Derecho se basa en que la carga de la prueba recae en quien acusa, todo lo contrario de lo que ocurre en los regímenes autoritarios. Más aún: si vamos a los hechos, y leemos la sentencia, resulta que muchos de los que se imputaban como prueba de corrupción ocurrieron justamente al contrario de lo que la acusación sostenía. No es que fueran interpretables: es que no eran así.

La sentencia de este macrojuicio es recurrible. Y al fiscal no le queda otra que ir contra ella. Pero es un fallo ciertamente singular: tanto por su estructura (tiene un índice con epígrafes tan llamativos como el que se titula «Las luchas fratricidas», o ese otro anotado, al modo shakesperiano, «El caos de marzo»), como por su prosa, bastante entretenida y sobre todo bien redactada teniendo en cuenta cómo suelen estar escritas las resoluciones judiciales, cuyo principal fin a veces parece no ser otro que el que no las entienda nadie. Pero nada de eso le hace ser menos prolija ni puntillosa; y tampoco hay asunto que la sala rehuya amparándose en que, como ha anulado las escuchas que fueron el origen de todo, podía mirar para otro lado y a quien dios se la dé, la Constitución se la bendiga. Esta sentencia puede, como todas, ser tumbada por un tribunal superior, pero su derribo tendrá que argumentarse bien porque la sala ha construido un edificio muy sólido en su resolución, no sólo en lo que respecta a los derechos de los investigados, sino también en lo que toca a la solvencia con la que deben instruirse los casos. Porque lo que en definitiva viene a poner en evidencia el tribunal (aunque lo haga tratando de no ofender a nadie directamente e incluso salvando alguna actuación, como la del magistrado Sanmartín) es que ni por la Fiscalía, ni por la Policía, ni tampoco por los cinco jueces que pasaron por el asunto y ampararon escuchas sin motivación, sin seguimiento y sin validación, se hizo bien el trabajo. Al contrario, fue un desastre. Pese al cual, el tribunal, lejos de lavarse las manos, vuelve a empezar la partida, pone en valor las reglas sacando de la baraja las cartas marcadas y acaba pronunciándose sobre forma y fondo. Justo lo que a estas alturas seguro que algunos no querían.

Decíamos antes que del bautizado «caso Brugal» «caso Brugal»se desgajaron una veintena de piezas. Ninguna de las que hasta aquí habían llegado a verse en un tribunal ha acabado en condenas. Pero, a diferencia de las precedentes, ésta de las basuras de Orihuela era clave porque con ella empezó todo. Quedan otras dos de enorme importancia. La que la misma sección, aunque con distintos magistrados, debe juzgar en Elche, referida al conocido como plan zonal, en la que está imputado el expresidente de la Diputación José Joaquín Ripoll. Y la del PGOU de Alicante, en la que se acusa a Alperi y Castedo, y en la que otro de los principales implicados, el empresario Enrique Ortiz, ha llegado a un acuerdo con el fiscal (igual que también lo ha hecho en la del plan zonal) para admitir su culpabilidad. Los nuevos magistrados que juzguen en Elche, y los que deben hacerlo en Alicante, pueden tomar derroteros distintos a los que han escogido los tres togados que acaban de pronunciarse sobre las basuras. Pero sin duda no podrán obviar su veredicto, que planeará en un sentido o en otro sobre cualquier cosa que resuelvan, porque las escuchas anuladas ahora son las mismas sobre las que se apoyan los demás casos y porque el tribunal ilicitano ha dejado alto el listón no sólo de las garantías, sino también de las condiciones exigibles a una condena.

Pero lo sustancial, al final, no es eso. Lo importante es que, contra lo que sostuvo aquel alcalde jerezano de nombre Pedro Pacheco, la justicia no es un cachondeo, sino algo muy serio, que es necesario cuidar. Tenemos unos procedimientos que hacen agua por muchos lados, que dejan demasiado campo a la arbitrariedad aunque luego puedan ser corregidos. Por eso, y no porque nos tengan manía, nos sacan los colores en Europa. Y sucesos como el de Brugal ponen de manifiesto que en España los jueces, que formalmente son los instructores, no instruyen en muchos casos, sino que se dejan arrastrar. Que el fiscal, que es el acusador y no el instructor, actúa confundiendo ambos papeles no pocas veces. Y que en demasiadas ocasiones, quien construye realmente el sumario no es ni el Ministerio Público ni el juez, sino la Policía. Llegamos así a una situación perversa, en la que se violan derechos o se pierden casos por graves negligencias, sin que nadie sea responsable de nada: ni juez, ni fiscal, ni policía. El juez de garantías, que debería ser figura imprescindible desde el inicio del proceso, no existe, por lo que el investigado está expuesto hasta la llegada del juicio, y eso en nuestro país acostumbra a tardar años. La consecuencia es que los que el miércoles fueron proclamados inocentes habían sido declarados culpables mucho antes de que se emitiera esta sentencia. Y ahora el costo de llegar hasta aquí para nada; la pérdida de recursos humanos y materiales durante casi una década y media, sin embargo, no lo paga nadie. O, mejor dicho, lo pagan todos los ciudadanos, de mil maneras distintas, sin que nadie sienta, siquiera, la necesidad de darles una explicación. La justicia, repito, no es un cachondeo. Por eso, precisamente, a veces da miedo ver cómo está.

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