¿Y es justo y puede ser que una cosa pequeña como una pistola o una navaja pueda acabar con un hombre, que es un toro? Con esta frase de García Lorca expresa mi hermano su estupefacción por la muerte de mi cuñado. Ni una navaja ni una pistola, algo más pequeño e inasible, no sabemos bien aún qué, lo ha fulminado.

No era el mejor de los hombres, demasiado humano para caer en semejante vulgaridad. Filomeno era una persona entregada a las cosas buenas de la vida y gustaba de exprimirlas con deleite y lujuriosa carnalidad. Él mismo era un regalo de la naturaleza, un gigante hermoso, dotado de una exultante masculinidad, simpático y jovial, extrovertido y juguetón, optimista y desenfadado, tragón y cariñoso, sobre todo con los niños a los que entendía bien en sus rabietas o travesuras, que siempre observaba con benevolencia y comprensiva empatía. Nunca dejó del todo al chiquillo que fue ni al joven, algo atolondrado e irreflexivo, que tan atractivo lo hacía. Sus sobrinos lo veían como un hércules rudamente tierno y acogedor, un cíclope capaz de envolverte con esas manazas de carpintero, extrañamente habilidosas y dotadas para trabajos de primor, aunque nunca explotó completamente su don, acuciado por su temperamento algo impaciente y un carácter diletante y gozador.

Filomeno no era un hombre culto, pero sí muy inteligente, encantador y persuasivo. A su manera desenfadada e irónicamente despectiva, ocultaba un profundo interés por cuanto le rodeaba; no era ajeno a las inquietudes políticas o sociales, en las que se implicaba incluso con demasiada vehemencia. Aunque su pasión era el deporte, particularmente el fútbol. Gran observador tenía un criterio atinado e incisivo para detectar buenos jugadores y fino paladar para degustar el juego brillante. Un olfato para el balompié hijo de la pasión con la que lo practicó. Antes que espectador reputado fue canchero de barrio y barro, golfillo de recreativos y partidos hurtados a la vigilancia paterna, que en esos tiempos de estrechez y esfuerzo veía en ello una pérdida de tiempo y un peligro. Con su desmesurada envergadura de Apolo huertano defendió, con mayor o menor acierto, la portería de equipos como el Atlético Orihuela, Molins, los veteranos o el famoso Daijoma, del indescriptible Dani Bascuñana. Rodrigo, el mayor, mete los goles que él no paró y exhibe su clase en tierra de vikingos.

Amaba los toros y le inculcó ese veneno a mi hijo que hoy le llora, como todos sus sobrinos. Y la fiesta, las comparsas de Moros y Cristianos sienten su pérdida y añoran su vozarrón convocando al cocido con pelotas que preparaba la abuela Carmen, tan enamorada de él; ese hijo primogénito, el único entre cuatro mujeres de bandera, que tan bien lucía de novio con Rosa (su Juana la llamaba), altos y bellos, aparentemente invulnerables en todo su esplendor. No puedo resistirme, Filomeno era guapo y simpático, verdaderamente irresistible y ha dejado tres hijos como templos, espigados y atléticos pero sobretodo buenos en el sentido machadiano de la palabra bueno; tres hijos atónitos ante la prisa de la parca, incrédulos ante la fragilidad de la vida.

Me recuerda Álvaro que su padre un día jugando en la arena de una obra (no podía ser de otro modo con un padre albañil) perdió una alpargata, desesperado buscó incansable y cuando todo parecía perdido encontró un zapato, distinto, del mismo pie que el que llevaba, no le importó, inmediatamente se calzó y pasó el resto del día sin que nadie reparase en ello, hurtando el castigo previsible. Ese es Filomeno, aventurado, improvisador, echado p’alante, descarado, “enrreaor”, generoso.

Nos quedaban muchos viajes a la nieve, Filomeno, muchas bajadas suicidas con esa inconsciencia adolescente tuya, muchas cervezas radiantemente exhaustos por el esfuerzo. Nos dejas muy solos a tus cuñados y a los amigos del esquí, que añoran tus bromas, cómo te colabas en las filas del comedor y esos ronquidos de paquidermo satisfecho y bonachón.

Escribo mientras tu hijo Tirso viaja de vuelta a casa, insomne y aturdido, sin consuelo alguno pensando con Miguel Hernández que temprano levantó la muerte el vuelo, temprano madrugó la madrugada, temprano estás rodando por el suelo. Tú, a quien era imposible tumbar, tan poderoso, tan fuerte…miro por la ventana y veo en el edificio de enfrente un pendón de los Beduinos con un lazo negro, Orihuela entera te echa de menos.