ay veces que hechos pasados nos llenan el corazón de nostalgia. Tal vez por aquello de que hacemos válida esa frase proverbial, «cualquier tiempo pasado fue mejor», y dentro de los rincones de nuestra memoria en los que conservamos los recuerdos, voluntaria o involuntariamente volvemos los ojos atrás y retrotraemos las vivencias de hace sesenta y cinco años, poco más o menos, en que gozábamos de la niñez. En ella, inevitablemente con el traje de los domingos con corbata incluida y los zapatos nuevos, con la asistencia a la misa de diez en la iglesia de la Merced que, en aquellos momentos, acogía a la parroquia de El Salvador, al frente de la que estaba el activo don Antonio Roda. En sus capillas recordamos a Nuestra Señora del Perpetuo Socorro, San Pancracio, San Nicolás de Bari -a cuyos pies aparecían tres niños diminutos dentro un cubo-, y el paso del Ecce Homo, entronizado en un retablo fabricado en 1955 por Ambrosio Leyva, buen carpintero que tenía su taller en la calle de San Juan, y que era un gran especialista fabricando «trompas». En el crucero, San Ramón Nonato con un candado en la boca y, frontero al mismo, un crucifijo de gran tamaño y, desde 1965, el paso de la Sentencia de Víctor de los Ríos. En el altar mayor, en cuyo remate veíamos el blasón de los Roca de Togores, estaba entronizada la imagen de Nuestra Señora de la Merced, trabajada por José Sánchez Lozano en 1942.

El domingo -entonces era domingo-, y después con nuestro flamante traje, acudíamos a la Glorieta de Gabriel Miró a intentar despistar al guardia jugando al fútbol, evitando no ponernos «perdios» mancillando la ropa más nueva. El almuerzo, que podríamos considerarlo como especial en ese día, era a base de arroz con pollo o con verduras y, como postre, siempre había naranjas de la tierra y algún dulce elaborado en la casa.

Casi sin hacer la digestión, cuando el Orihuela Deportiva, eterno equipo de Tercera División, recibía en el Campo Municipal de «Los Arcos» a equipos rivales de la provincia de Alicante, Murcia y Albacete, acudía con mi padre y algunos amigos suyos como Manolo Maseres y Carlos Román a sufrir por la victoria, en que aquellos años Eliseo Villagrasa, Díez, Carlitos, Rondollo, Porras, Riquelme, Cánova, Ballester y Castejón luchaban materialmente por mantenerse en esa categoría. Otra alternativa era acudir a la Plaza de Toros a presenciar alguna becerrada o novillada picada con un rejoneador, sorteándose regalos al concluir la corrida. Y por supuesto, cuando no había fútbol la tarde la pasábamos en el cine del Oratorio Festivo, presenciando aquellas películas rancias en varias jornadas como «Las carreras», «Fu-Manchú», «Bo Tele y el Viejo las ideas», así como «El Conde de Montecristo», «La Corona de Hierro» y las del Gordo y el Flaco que hacían las delicias de los niños en aquellas tardes de los domingos, cuyo griterío y palmas ensordecía el salón ante las estampidas de los indios o del Séptimo de Caballería. En el acceso recogía las entradas Angelín el peluquero del Seminario, primo de mi padre. En la cantina, «la Chata» que además de las gaseosas vendía cangrejos, y durante la proyección la campana del bueno de don Antonio Roda avisaba que se iba a producir un beso de amor por los protagonistas de la película, diciendo «son hermanos», o bien tapando con la mano o un ladrillo el foco parpadeante de la máquina. Otras veces acudíamos al cine del Círculo Católico, cuya cantina la atendían Tono Pérez Pardo y su mujer. Pacientemente al disponer de una sola máquina de cine, aguardábamos el cambio de rollo de películas como las de Buffalo Bill y Toro Sentado, por parte de los hermanos Duréndez. Algunos domingos, en el salón teatro del Círculo Católico disfrutábamos con las representaciones de zarzuela a beneficio de la Cofradía Ecce Homo, a cargo de Grupo Artístico que dirigía Pepe Rodríguez, con las voces de Pepín Abad, Lolita Arques, Escamilla, Marcos el de la farmacia y Sebastián Asensio, entre otros.

Y llegaba la noche. Había que preparar la cartera del colegio y habíamos dejado en el armario el terno del domingo. Cenábamos un pastel de carne del «Murciano» que tenía la confitería frente al Casino Orcelitano o de «El Ángel», en la calle Alfonso XIII. Y tras ello, a escuchar un rato la radio y a dormir.

Entonces, el domingo, era domingo, igual que los de la juventud de los que ya hablaremos.