Era y aún es frecuente encontrar en las encrucijadas de caminos, o a la entrada de las villas y ciudades, unos lugares de devoción que acogen a alguna imagen o una cruz, emplazados allí para que los viajeros de tiempos pasados se encomendasen y pidieran protección durante el trayecto. En ese lugar se postraban y rezaban, de ahí ese acto piadoso de humillación ante la imagen, y también de ahí la derivación del sustantivo humilladero en que se reconoce dicho lugar.

Pero, de estos hitos piadosos son muchos los que han existido y pocos los que se conservan en Orihuela, aunque permanecen en la memoria, al igual que aquellas dos cruces, como reza esa canción de Carmelo Larrea, interpretada por numerosos intérpretes como Antonio Molina, José Feliciano, Rocío Durcal y María Dolores Pradera, entre otros; que fueron «clavadas en el monte del olvido/ por los amores que han muerto/ que son el tuyo y el mío».

Y de aquellas cruces ubicadas extramuros en nuestra ciudad, de las que Ernesto Gisbert y Ballesteros relaciona que fueron cercándola en el siglo XVIII y sobre las que desde hace muchos más siglos corona el Monte de la Muela, están en la memoria la que existía en la Puerta de Almoradí o de la Corredera cuya tipología era de cruz de Caravaca; la de Puertas de Murcia o Paseo de San Francisco, costeada por la ciudad, en la que sobre una columna de piedra blanca aparecía la cruz con las imágenes de Cristo y Santa Bárbara, destruida durante la Guerra Civil, y que actualmente se está en vías de su reconstrucción. También, la que estaba emplazada en las proximidades del Sepulcro y la que existía frente a la fachada de la tristemente desaparecida iglesia de los Franciscanos Descalzos o Alcantarinos, o la que la ciudad construyó en el camino de Cartagena, o la existente en la Cruz del Río.

A todas ellas, habría que añadir la que dicha ciudad mandó que se entronizara en la zona de San Antón, de la que el citado Gisbert equivoca la fecha al decir que fue en 1759, cuando con certeza lo es de cuatro años antes. Así, se completaba en todo el perímetro de la ciudad y de sus alrededores el cerco devocional para aquellos que accedían a la misma por cualquiera de sus entradas. De esta cruz sabemos que en la sesión celebrada el 18 de enero de ese año de 1755, se trató de quitar «el pantano» que existía en la plazuela en la que terminaba la Alameda de San Antón, con objeto de emplazar en aquel terreno una cruz cubierta. Nombre éste que procede por su disposición, al quedar protegida por un templete, cuya cubierta estaba apoyada, o bien en paredes a modo de capilla, o por columnas. En nuestro caso, para el humilladero de San Antón, fue de la segunda tipología, ya que en la fecha indicada se habían adquirido cuatro columnas de mármol, destinándose para el pago de las mismas el producto de los desperdicios del matadero. A fin de llevar a cabo el proyecto que había había sido proyectado por la Ciudad, se comisionó a los regidores Joseph Maseres e Ignacio Sánchez, los cuales remataron la obra a Joseph López en 200 libras, al cual se le abonó las cien primeras del producto del aguardiente. El 10 de mayo de 1755, ya se había concluido la obra y comenzó a prestar servicio como humilladero en lo que entonces era conocido como «Cruz del Camino de Alicante».

Éste, al igual que las otras cruces se perdió como aquellas de la citada canción, en que dos de ellas fueron clavadas en el monte del olvido de la historia.