Uno no se cansa de escuchar historias sobre los pueblos y las ciudades natales de quienes se cruza de viaje. Cuando la barrera del 'hola' se traspasa en la habitación compartida de cualquier hostel del globo, una de las primeras preguntas que brota siempre tiene que ver con tu lugar de origen. Y me gusta. Me gusta porque es el paso que precede a la cerveza en la barra de un bar y porque sirve para anotar un punto más en tu lista de 'destinos pendientes'. Me gusta porque visitar a alguien es la excusa perfecta para conocer un sitio.

Así que no crean que esto versa sobre un menosprecio a lo ajeno o un 'lo mío mola más', esto va de compartir los recovecos que me acompañan desde el arranque de mi historia y de jugar a ser embajador de un fantástico rincón como es Alicante.

Emanuele es un italiano que va al detalle y por eso una de las cosas que más le sorprendió la primera vez que vino a visitarme fue un pequeño hueco en la montaña: el diente que le falta al Puig Campana, las consecuencias de un gigante que sacó toda su fuerza para patear la roca y convertirla en el Islote de Benidorm.

Me vino bien refrescar la leyenda porque unos meses después, en Inglaterra, unos tipos la volvieron a escuchar con más precisión. Cuando les mencioné que vivía junto a la localidad de esta pequeña isla, se convirtieron en oídos, y a punto estuvieron de pedirme un autógrafo tras revelar que uno de mis trabajillos durante la carrera había sido el de extra en su serie de comedia favorita.

Del litoral que nos moja también he sacado pecho muy a menudo. No fueron pocas las veces que Estela y Claudia me hicieron saber lo guapo que es aquel tipo que salta al mar de cabeza para promocionar una colonia.

A mí, entonces, se me iba rápidamente la cabeza la Cala Ambolo, uno de mis rincones favoritos de Xàbia, y la proponía como posible escenario de una segunda parte del anuncio. No sé qué me hacía trazar esa relación, pero igual tiene que ver el enorme plató natural en el que me creo estar cada vez que aparco el coche en lo alto y bajo caminando hacia la orilla con vistas a la Isla del Descubridor.

Huyó de su capital europea en su mes de vacaciones y coincidió con un servidor un verano que pasé en el extranjero. Mara y yo vivíamos en un barrio cerca de un centro turístico con una playa de menos de 200 metros de largo y sin un solo hueco para la toalla. A ella le valía con aquello. A 34 grados, a mí también. Pero se me derretía el cuerpo solo de pensar en una orilla con bandera azul, seis kilómetros de largo y agua transparente. Una como la de la playa de San Juan. Así que le invité siendo sincero; le dije que en verano la compartía y que en invierno era solo para mí y unos poco más, que podríamos alquilar un kayak y acercarnos a las calas que asoman al cruzar el faro, que si caía el sol nos tomaríamos un mojito sobre la arena.

Quienes usamos parafina sabemos cuál va a ser la respuesta cuando decimos en cualquier otra parte del mundo que somos surfistas y vivimos en el Mediterráneo: '¡pero si allí no hay olas!'. En ese momento tienes dos opciones, hablar sobre la incesante consulta de las previsiones y la mala periodicidad, aunque con buenos spots, o levantar los hombros y charlar sobre lo mucho que te gusta el deporte.

Si escojo la segunda, me llevo el tema a que en la Costa Blanca tenemos siete playas para perros con sus tumbonas, bebederos y chiringuitos de comida canina. Por el momento me consta que al menos una furgo, arrancada en el extremo Atlántico, ha pisado Santa Pola, El Campello y Villajoyosa por mi culpa, por hablar del paraíso animal. Pero si allí no hay olas, pero si allí no hay olas€

Al fenómeno de Abdalrazaq, un gran amigo sirio ya con dni griego, le encantan los ríos, de hecho guarda una historia muy inquietante sobre uno en su país de origen. Aunque en su cartera todavía no hay un pasaporte para pisar esta zona, le hablé de nuestros afluentes para que me tuviera en cuenta como futuro primer viaje. A mi abuela de Aspe le hubiera gustado que le hablara del Tarafa, pero a él lo que le gusta es bañarse, y en ese hilillo no iba a tenerlo fácil.

Lo que hice fue presentarle el embalse de Guadalest, aunque le apunté Aspe para que no se perdiera el divertido ritual de la traída de la Virgen de las Nieves que tiene lugar en años pares, un recorrido bañado en anís de Monforte que "desemboca", tras nueve kilómetros a pie, en Hondón de las Nieves, el municipio vecino; ni el momento en el que todo el pueblo canta en la plaza y al unísono 'Miradla', un himno que pone la piel de punta al más ateo. Quedó más convencido que con 7 cifras en una servilleta.

Con el mexicano Armando fui a les Fonts de l'Algar, uno de los mayores tesoros de Callosa d'en Sarrià que guarda cascadas y remansos de agua; en cuanto se sumergió, rebajó bien rápido la temperatura del agosto. Cuando me tocó a mí visitar su tierra tuve la suerte de cruzarme con Charlie, quien nos presentó a su hijas sobre un domingo de sol y esterilla. Una de ellas, la mayor, quedó fascinada con la historia de que en un pueblo de mi provincia los pajes de Melchor, Gaspar y Baltasar subieran en escalera, durante una noche mágica, a los balcones de los niños para entregarles regalos. Cosas que pasan en Alcoy, a la que 150 años le dan el título de cabalgata más antigua de España.

En un vuelo transatlántico de ida, de los de doce horas, conocí a una señora recién jubilada que volvía a América después de unas semanas en España en busca de un hogar para su retiro. Me dijo que antes de poner la chincheta de "mi casa" en Google Maps tenía pensado viajar un tiempo por nuestro país. Me preguntó sobre mi tramo y le recomendé Dénia, Calpe y Altea, entre otros. Le pareció muy interesante, pero me susurró preocupada que su marido, que estaba al lado, no se manejaba muy bien con el español y eso a ella le daba un poco de miedo. Se tranquilizó con sobriedad cuando le aseguré que no sería la primera en tomar una decisión así, que su compañero lo tendría fácil.

También le seduje con Altea por su tradicional Castell de l'Olla con espectáculo piromusical. Y fue fallo mío dejarme en el tintero, para terminar de convencerle, la experiencia que viví a unos cuantos kilómetros al sur cuando era estudiante de música en el conservatorio: un concierto con la orquesta en el interior de las cuevas de Canelobre, el misterioso escondite del Cabeçó d'Or.

En Italia tuve de compañera de piso a una perfecta embajadora de "la millor terreta del món", Sandra, quien sin dejar a un lado la música divulgaba la historia de sus fiestas de Moros y Cristianos cantando a ritmo de pasodoble. A más de uno le hizo entonar el fragmento del himno que cantan los festeros de ambos bandos en su localidad. "¡Que viva Elda y San Antón!", sonaba a coro después de un par de directrices y apuntes sobre la actitud necesaria.

Abdou me paseó por el lugar de Argelia por el que habita su tribu. Desde un mirador de su pentápolis en medio de un oasis, asomaba un mar de palmeras. Él lo señaló y me pidió que mirara detenidamente los troncos altos y las grandes ramas verdes. Aquella noche le enseñé fotos de El Palmeral, el paisaje de Elche Patrimonio de la Humanidad, donde alrededor de 200.000 palmeras envuelven a los ilicitanos en una especie de bosque. Sobre la mesa quedó una pronta "devolución" de visita aún por con fecha por confirmar.

Ser goloso en Alicante puede derivar en una adicción; o echas el freno al brazo o el lado de la tentación tendrá para alimentarse todo el día. Julia siempre vuelve a su Alicante cuando no tiene que estar en Glasgow y no hace mucho me enseñó una foto del kit de supervivencia navideña que había guardado en el tentativo fondo de su última maleta: un buena partida de turrón de Xixona.

María Rosa también experimentó esa misma tentación cuando, después de prepararme un guiso clásico de su cocina y recibir un millón de gracias, se llevó una receta del plato clásico de la Navidad que antes solía hacer mi abuela y ahora hace mi tía, el cocido con pelotas.

Carlos y Pelayo, hermanos de Asturias y también míos, me llevaron en plan 'chuletas' a comer un cachopo. "No te lo vas ni a acabar", "aquí los hacen que se salen del plato"... Y así siguieron un buen rato durante el aperitivo. Un mes después decidieron aprovechar la plantá de las Hogueras para pisar mi ciudad, y, entre dolçainers, tabaleters y noches de fiesta, les tumbé con un solo disparo en casa de mi madre: una paellera de las de verano y jardín en raciones que bien podrían ser para dos.

A Adrián le hablé de la fiesta del Orgullo y de la manifestación que lo arranca por la Rambla; a Patri del Museo de Arte Contemporáneo de Alicante (MACA) y sus exposiciones; con Guille presumí de la ciudad íbero-romana de Lucentum; Sabrina, diseñadora freelance, se interesó por el encuadre de una foto con color rosado y flamencos de fondo en las salinas de Santa Pola; fantaseé con Guido sobre patinar juntos en las calles de Long Paradise, en Finestrat; e invité a Mario, brasileño, a tumbarse en la arena del Postiguet durante los últimos días de junio para ver caer fuegos artificiales.

Todavía me quedan muchísimas cosas por contar de por aquí. Y también por descubrir. De hecho, hace tan solo unas semanas, mi amigo Agustín se sacó el permiso para pilotar avionetas y me embarcó en uno de sus primeros vuelos en solitario. Salimos desde Mutxamel y trazamos un recorrido hasta Dénia, pasando por la playa de Levante, la Cova Tallada y el peñón de Ifach. Cuando aterricé pude reafirmar mi posición en cuanto a dos opiniones muy claras: que la Costa Blanca se merece embajadores y que mi respuesta sigue siendo "Alicante" cuando me preguntan dónde me quiero vivir.