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La abuela

La abuela

Me voy de compras al pueblo -le dijo a Jorge su madre, el sábado por la mañana-. Así que sé un niño bueno y no hagas travesuras.

Es una tontería decirle a un niño semejante cosa en cualquier ocasión. Inmediatamente le hizo pensar en qué travesuras podría hacer.

-Y no te olvides de darle la medicina a la abuela a las once -dijo la madre. Después salió, cerrando la puerta tras ella.

La abuela, que estaba dormitando en su sillón, junto a la ventana, abrió un ojo malicioso y dijo: -Ya has oído a tu madre, Jorge. No olvides mi medicina.

-No, abuela -dijo Jorge.

-Y trata de portarte bien, por una vez, mientras ella está fuera.

-Sí, abuela -dijo Jorge. Jorge se moría de aburrimiento. No tenía hermanos ni hermanas. Su padre era granjero y la granja estaba a kilómetros de cualquier sitio habitado, así que nunca había otros niños con quienes jugar. Estaba cansado de contemplar cerdos, gallinas, vacas y ovejas. Estaba especialmente cansado de tener que vivir en la misma casa que aquella vieja gruñona de su abuela. Quedarse solo cuidándola no era exactamente el modo más apetecible de pasar la mañana del sábado.

-Puedes empezar por prepararme una buena taza de té -le dijo la abuela a Jorge-. Eso te impedirá hacer barbaridades durante unos minutos.

-Sí, abuela -dijo Jorge.

Jorge no podía evitar que le desagradara su abuela. Era una vieja egoísta y regañona. Tenía los dientes café claro y una boca pequeña y fruncida como el trasero de un perro.

-¿Cuánta azúcar quieres hoy en el té, abuela? -le preguntó Jorge.

-Una cucharada -dijo ella-. Y sin leche.

La mayoría de las abuelas son señoras encantadoras, amables y serviciales, pero ésta no. Se pasaba los días enteros sentada en su sillón junto a la ventana y estaba siempre quejándose, gruñendo, refunfuñando y rezongando por una cosa u otra. Ni una vez, ni siquiera en sus mejores días, le había sonreído a Jorge o le había preguntado «Y, ¿cómo estás esta mañana, Jorge?», o «¿Por qué no jugamos tú y yo a La Oca?», o «¿Qué tal te ha ido hoy en el colegio?». Al parecer, no le importaba nadie más que ella misma. Era una miserable protestona.

Jorge fue a la cocina y le hizo a la abuela una taza de té con una bolsita. Puso una cucharada de azúcar y nada de leche. Removió bien el té y llevó la taza al cuarto de estar. La abuela dio un sorbito.

-No está lo bastante dulce. Ponle más azúcar.

Jorge volvió con la taza a la cocina y añadió otra cucharada de azúcar. Removió otra vez y se la llevó con cuidado a la abuela.

-¿Dónde está el platillo? -dijo ella-. No me gusta tener una taza sin su plato.

Jorge le trajo un platillo.

-¿Y qué pasa con la cucharita, se puede saber?

-Ya te lo he removido, abuela. Lo removí bien.

-Prefiero removerlo yo misma, muchas gracias -dijo ella-. Tráeme una cucharilla.

Jorge le trajo una cucharilla. Cuando los padres de Jorge estaban en casa, la abuela nunca le daba órdenes de esa manera. Solamente cuando estaban a solas empezaba a tratarlo mal.

-¿Sabes lo que te pasa? -dijo la vieja, mirando fijamente a Jorge, por encima del borde de la taza de té, con aquellos ojillos brillantes y maliciosos-. Estás creciendo demasiado. Los niños que crecen demasiado rápido se vuelven estúpidos y perezosos.

-Pero yo no puedo remediarlo -dijo Jorge.

-Claro que puedes -dijo ella-. Crecer es una fea costumbre infantil.

-Pero tenemos que crecer, abuela. Si no creciéramos, nunca seríamos mayores.

-Bobadas, chiquillo, bobadas -dijo ella-. Mírame a mí. ¿Estoy creciendo yo? Naturalmente que no.

-Pero una vez creciste, abuela.

-Solo un poquito -contestó la vieja-. Dejé de crecer cuando era muy pequeña, al mismo tiempo que dejé otras feas costumbres infantiles como la pereza, la desobediencia, la voracidad, la suciedad, el desorden y la estupidez. Tú no has dejado ninguna de estas cosas, ¿verdad?

-Todavía soy solo un niño pequeño, abuela.

-Tienes ocho años -resopló ella-. Es edad suficiente para saber lo que haces. Si no paras de crecer pronto, será demasiado tarde.

-¿Demasiado tarde para qué, abuela?

-Es ridículo -continuó ella-. Ya eres casi tan alto como yo.

Jorge miró bien a la abuela. Realmente era una persona muy menudita. Sus piernas eran tan cortas que necesitaba tener un taburete para apoyar los pies, y su cabeza solo llegaba a la mitad del respaldo del sillón.

-Papá dice que es bueno que un hombre sea alto -dijo Jorge.

-No le hagas caso a tu papá -dijo la abuela-. Hazme caso a mí.

-Pero ¿cómo puedo parar de crecer? -le preguntó Jorge.

-Come menos chocolate -dijo la abuela.

-¿El chocolate hace crecer?

-Te hace crecer en la dirección equivocada -le contestó ella, cortante-. Hacia arriba, en lugar de hacia abajo.

La abuela sorbía su té, pero sin apartar nunca sus ojos del chiquillo, que estaba de pie delante de ella.

-Nunca crezcas hacia arriba -dijo-. Siempre hacia abajo.

-Sí, abuela.

-Y deja de tomar chocolate. Toma repollo, en cambio.

-¡Repollo! Oh, no, no me gusta el repollo -dijo Jorge.

-No se trata de lo que te guste o no te guste -cortó la abuela-. Lo que te conviene es lo que cuenta. De ahora en adelante, debes comer repollo tres veces al día. ¡Montañas de col! Y si tiene orugas, ¡tanto mejor!

-¡Puag! -dijo Jorge.

-Las orugas desarrollan el cerebro -dijo la vieja.

-Mamá lava la col para que las orugas se vayan por el desagüe.

-Tu mamá es tan tonta como tú -dijo la abuela-. El repollo no sabe a nada sin unas cuantas orugas hervidas. Y babosas también.

-¡Babosas, no! -gritó Jorge-. ¡Yo no podría comer babosas!

-Siempre que veo una babosa viva en un pedazo de lechuga -dijo la abuela-, me la zampo rápidamente, antes de que se escape. Son deliciosas -apretó mucho los labios, de tal modo que su boca se convirtió en un agujerito arrugado-. Deliciosas -dijo otra vez-. Los gusanos y las babosas y los bichitos. Tú no sabes lo que te conviene.

-Estás bromeando, abuela.

-Nunca bromeo -dijo ella-. Los escarabajos quizá sean lo mejor de todo. ¡Son crujientes!

-¡Abuela! ¡Eso es horrible! -la vieja bruja sonrió, mostrando sus dientes café claro.

-A veces, si tienes suerte -dijo-, encuentras un escarabajo dentro de un tallo de apio. Eso es lo que más me gusta.

-¡Abuela! ¿Cómo has podido?

-Se encuentran toda clase de cosas buenas en los tallos de apio crudo -continuó la vieja-. Algunas veces son tijeretas.

Extraído del libro

«La maravillosa medicina de Jorge»

Autor: Roald Dahl

Ilustraciones: Quentin Blake

Editorial Alfaguara

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