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Las aventuras de Huckleberry Finn

Las aventuras de Huckleberry Finn

Tras los rugidos comenzaba a escupir maldiciones. Y con cada una mi padre se mostraba más y más encolerizado, hasta que perdía la razón por completo y me descargaba toda su rabia a garrotazos o con el cinturón.

«¡Toda la culpa es tuya! ¡Tuya!... ¡Tuya!...»

Así era casi siempre y así ocurrió durante más de dos meses. Hasta que ya no pude con tantos moratones y decidí escapar de la cabaña, y huir lejos de San Petersburgo y de todo lo que no hacía más que fastidiarme.

Al principio no supe cómo hacerlo. La puerta de la cabaña, cerrada por fuera, era de roble macizo. Por los ventanucos no cabía ni un perro. La chimenea era demasiado estrecha. Pero tuve suerte. Encontré un serrucho viejo y oxidado, sin mango, mi llave hacia la libertad.

Siempre que mi padre se marchaba, me ponía a serrar por debajo de uno de los troncos que había al fondo de la cabaña. Mi padre los tenía cubiertos con mantas para que no entrara el viento. Tras muchas ausencias de mi padre y horas de trabajo incansable, acabé por serrar todo el tronco y lo desenterré. Cuando pude sacar el trozo cortado, el agujero que quedó en el suelo era suficientemente grande para salir, aunque no sin dificultades.

En mi primera salida no huí. Solo me dediqué a echar un vistazo por los alrededores y por el río. No demasiado lejos encontré una canoa atrapada y casi oculta por la vegetación. Tenía un remo dentro. Todo indicaba que la corriente la debía de haber arrastrado a la deriva desde algún lugar y había acabado allí. Estaba en buen estado. Podía servirme para huir.

En la segunda salida, mi plan de fuga ya se había puesto en marcha. Lo tenía todo bien pensado. Con la escopeta de mi padre cacé un jabalí. Con el hacha rompí el cerrojo de la puerta. Puse el jabalí en medio de la cabaña y le corté el cuello para que se desangrase. Después lo arrastré hasta el río dejando un buen rastro, y lo lancé al agua atado a un saco de piedras para asegurarme de que se hundía.

Finalmente, hice otro rastro con harina hasta un lago cercano, y en la orilla, entre los juncos, dejé una piedra de afilar de mi padre como si alguien la hubiera perdido o se la hubiese dejado olvidada. Puse de nuevo el trozo de tronco cortado en su lugar para cerrar el agujero por el que salía de la cabaña, y disimulé el corte con tierra y trozos de corteza de otros troncos. Cuando los volví a cubrir con las mantas, nada hacía sospechar que por allí había salido alguien. También manché el hacha de sangre y le pegué algunos cabellos que me arranqué de la cabeza. La dejé tirada en el suelo, bien visible para quien entrara por la puerta. Después solo quedó una cosa por hacer: vaciar la cabaña tal como deberían haber hecho los ladrones que debían haberme matado. MI plan era perfecto: les haría creer a todos que unos ladrones me habían asesinado tras asaltar la cabaña de mi padre. Si todo salía bien, durante unos días buscarían mi cadáver por el rio y a los ladrones por los alrededores. Pero yo ya estaría muy lejos y con un poco de suerte pronto se olvidarían de mí.

Comenzaba a oscurecer cuando lo tuve todo cargado en la canoa. Era una noche tranquila, así que solo tenía que preocuparme por alejarme de allí. Y eso hice. Dejé que la corriente del Misisipi me arrastrara entre los numerosos troncos que bajaban de las aserradores y flotaban a la deriva.

Pronto pasé por delante del muelle de los vapores de ruedas. Se veía mucha gente, pero entre tanto tronco nadie se fijó en mi canoa. El río se ensanchaba muchísimo más allá del muelle. Se ensanchaba tanto que, en un día muy claro, desde una orilla no podías ver la otra. Yo conocía otros ríos, pero ninguno que tuviera islas o islotes a lo largo de su curso. El Misisipi incluso tenía islas enormes en medio de sus aguas. Y hacia una de estas me dirigí. Se trataba de la isla de Jackson. Se hallaba a poco más de dos millas del muelle, río abajo. Era una isla grande y sombría, llena de bosques y colinas. Nunca iba nadie y me pareció un buen escondrijo para ocultarme durante unos días. En la orilla orientada hacia Illinois escondí la canoa entre os sauces y desembarqué. En la espesura del bosque levanté un campamento y cuando anocheció encendí una hoguera. Después preparé una caña y pesqué unos bagres para cenar.

Más tarde, mientras fumaba una pipa junto al fuego, me sentí satisfecho por cómo había salido todo. Sin embargo, poco después, comencé a sentirme solo y busqué la compañía del río. Sentado a la orilla, el chapoteo del agua me servía de compañía. Solo añoraba a mi amigo Tom. Seguro que si me hubiera acompañado en la huida me habría felicitado por lo que había planeado. Si hubiese venido, todo habría sido perfecto. Más que perfecto.

Tomado del libro

«Las aventuras de Huckleberry Finn»

Autor: Mark Twain

Versión de Jesús Cortés

Ilustraciones: Elisa Ancori

Colección Calcetín Azul

Editorial Algar

Actividades:

1.- ¿Por qué crees que nuestro protagonista, Huck Finn, quería escaparse de su padre?

2.- Según la respuesta de la primera pregunta, ¿por qué no huyó en la primera ocasión que pudo?

3.- El 20 de noviembre de 1989 se aprobó por las Naciones Unidas que los menores de edad (18 años) tienen garantizados los derechos específicos recogidos en la Convención sobre los Derechos del Niño. Busca dicho documento y dime qué tres tipos de derechos contempla.

4.- Escribe un cuento o poema (en Word) y acompáñalo de un dibujo (en JPG). Envíalo por mail a grupoleoalicante@gmail.com. Podrá ser publicado en nuestro blog. Indica tu nombre, apellidos, curso y colegio.

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