Los reyes de la isla de Chindabí, cansados de la sanguinaria guerra que desde hacía siglos mantenían con los monarcas de la isla de Chindanbú, habían decidido firmar la paz. Lo malo era que para ello, en vez de enviarles un jamón o una lámpara de pie, se les había ocurrido ofrecer a su hija Flor de Loto en matrimonio. La reina de Chindabí había telefoneado al palacio de Chindabú para contar maravillas de la princesa.

-Es bonita, limpia, apenas hace ruido y lava muy bien la ropa. Perfecta para el moderno príncipe soltero. El rey de Chindabú no sabía si le estaban hablando de una princesa o de una lavadora automática, pero aceptó el trato, y mandó llenar el palacio de flores y vaciar los orinales. A algún gracioso se le ocurrió llenar los orinales de flores, y los reyes, que no se andaban con chiquitas, pusieron precio a su cabeza. Pobrecillo. Era tan feo que nadie quiso comprarla.

Puesto que los reinos de Chindabí y Chindabú estaban separados por muchas millas, Flor de Loto tomó un camarote de primera clase en un trasatlántico y emprendió la travesía hacia Chindabú sin más compañía que su corona, su frasco de sales y un baúl con seiscientos o setecientos pares de zapatos.

En el puerto esperaba el comité real para recibirla. Y allí estaba yo, entre la gran multitud de ministros, pajes y altos dignatarios de la corona. Todos conteníamos la respiración y, como el barco llegó con retraso, a poco nos ahogamos. Al fin, la lujosa nave atracó en el puerto. Todos agitamos nuestras banderitas y lanzamos al mar puñados de flores, que acabaron hechas papilla entre las potentes hélices del trasatlántico. Las gaviotas gritaron entusiasmadas.

El ancla se hundió lentamente con un chirrido, y se hizo el silencio en el puerto.

Por la escalerilla de proa acababa de aparecer una preciosa criatura de cabellos de porcelana y cutis de oro. O quizá al revés. El caso es que era una monada. Llevaba una corona de esmeraldas y un vestido tan largo que la punta de la cola aún seguía enroscada en el camarote.

¡Pero cuidado! Por la escalerilla de popa estaba descendiendo otra princesa tan elegante y tan rubia como la primera. Llevaba también un vestido larguísimo, aunque su corona era de rubíes. Por lo demás, las dos muchachas eran idénticas como dos gotas de agua, o dos tickets de autobús, o dos conciertos de pandereta. Los del comité de bienvenida estábamos confusos y no sabíamos a quien bienvenidar. Unos votaban por la princesa de proa y otros por la de popa, y empezó a armarse un jaleo tremendo. Los fotógrafos que habían acudido a cubrir la noticia se volvían locos disparando sus flashes a uno y a otro lado. Los horchateros vendían horchata entre la multitud.

Desde la distancia yo examinaba a las princesas, tratando de desentrañar aquel misterio. Se trataba de un caso verdaderamente insólito.

Las muchachas, ajenas a todo, se mantenían impasibles con la barbilla alta y los ojos serenos, como si la cosa no fuera con ellas. Ni se les ocurría mirarse la una a la otra. Lo único que les preocupaba era que pudieran pisarles el vestido.

Los delegados reales discutían acaloradamente, pero como nadie era capaz de saber cuál era la princesa correcta, se tomó la decisión de llevarse a ambas a palacio y que los reyes se las arreglasen. Las muchachas iban un poco apretadas en el carruaje, pero no se quejaban ni sudaban porque no hacía bonito.

El rey de Chindabú en persona estaba esperando en el salón del trono, y lo primero que pensó cuando llegaron las princesas fue que veía doble y que no volvía a probar el anís. Luego la reina le confirmó que, en efecto, había dos princesas y no una, y se decidió telefonear de inmediato a los reyes de Chindabí.

-¡Error en el reparto! -protestó la reina-. Nosotros habíamos pedido una, no dos.

El rey de Chindabí no sabía si le estaban hablando de la princesa o de una pizza cuatro estaciones, pero al final comprendió lo ocurrido y se llevó las manos a la cabeza, con lo cual se hizo un chichón tremendo con el auricular.

-Esto es cosa de Malagüero -afirmó mientras se flotaba la coronilla.

-¡ Y tan mal agüero! -respondió la reina-.

¡Bonita manera de empezar la paz!

La reina colgó hecha una furia y yo aproveché para intervenir:

-No, señora,lo que el rey quería decir que esto es cosa del bandido Malagüero.

-¿ Y quién es ese Malagüero?

Yo, como inspector superior de Policía, conocía el nombre, edad, peso y número de cicatrices de todos los grandes criminales en activo, así que arrastré a los reyes hacia un rincón y me dispuse a hablarles del más célebre bandido del reino de Chindabí.

Extraído del libro «Cuentos criminales»

Autor: Pedro Mañas

Ilustraciones: David Sierra Listón

Libre Albedrío Editorial