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Retratos urbanos

Esteve, carnicero por vocación

Desde niño soñó con ser carnicero. Lo consiguió. A los 24 años tuvo su propio negocio con la ayuda de sus padres. De menos a más. Vive por los clientes. Está en forma. Se ha quitado unos kilos. Sigue con la misma ilusión de siempre.

Miguel Esteve Gimeno. Alicante (1970). Casado. Hija e hijo. Vendedor del Mercado Central. A los diez años ya soñaba con el oficio.

Hoy cumple 49 años. Miguel Esteve Gimeno regenta desde el 4 de noviembre de 1994 el puesto número 90 del Mercado Central: una carnicería especializada en carnes de Valles del Esla y sus productos con compromiso de bienestar animal, sostenibilidad y calidad. Tenía 24 primaveras.

Siempre quiso ser carnicero. Creció en el entorno de la Bola de Oro, en Carolinas. Su padre, Miguel, trabajó en las instalaciones que la compañía Campsa dispone en el aeropuerto de El Altet para alimentar a los aviones. Tiempos duros. De pluriempleo. En ratos libres y en la mañana de los sábados, el hombre tenía una representación de industrias cárnicas; Su hijo mediano, Miguel, lo acompañaba de puesto en puesto; de mercado en mercado desde los 10 años. Su madre, cigarrera en la Fábrica de Tabacos, se despidió de las cadenas de producción cuando nació su segundo hijo. Durante dos décadas la mujer se dedicó a la venta a domicilio de robots de cocina de las marcas Stanhome y Thermomix.

Miguel estudió en Agustinos. No jugó al balonmano. Tiene un hermano mayor, Demetrio, que también se dedica al sector hostelero. Y una hermana, Enriqueta como la madre, la menor del clan, fue conductora del tranvía y ahora está dedicada al control de las líneas ferroviarias. Miguel no tenía ganas de estudiar. Quería ser carnicero, oficio del que se enamoró por un libro sobre profesiones, además de la experiencia familiar con su padre en tiendas durante mañanas sabatinas de repartos de género y cobros. No acabó bachillerato superior, aunque también lo intentó en vano en el instituto de San Blas. A los 16 años empezó a trabajar en un supermercado emplazado en la calle Plus Ultra, en Carolinas, como reponedor de refrescos, conservas y todo aquello apilable. Pero los sábados echaba una mano en la carnicería. La cadena lo envío a la tienda de la calle Padre Esplá. Decidió cambiar de aires. Su padre lo colocó en el puerto pesquero de Santa Pola como expendedor de gasoil en barcos de larga y corta navegación. Aguantó dos años con la manguera en sus manos y vestido con buzo azul.

Decidió dar el salto. Montar su propio negoció: una carnicería, claro. Sus padres le prestaron 7 millones de las antiguas pesetas para hacerse con una dependencia municipal destinada a la venta de carnes. Recuerda que los primeros años fueron pésimos: apenas hacía de caja 30.000 pesetas semanales. No sacaba jornal. Gastaba nada. Vivía con sus padres. Aguantó el chaparrón. Salió a flote. Se especializó con buenas terneras y bueyes de aquí y de muchos más lejos. Calidad en el mostrador y en la cámara fría. Se le puede ver en su tenderete deshuesando una pieza, a la que recorta las partes malas y luego filetea con el cuchillo; pica la carne para venderla al peso o para fabricar albóndigas o hamburguesas. Su mujer no se acerca por el negocio. Sí su hija mayor, Cheyenne, de 22 años, que estudia Márketing e Investigación de Mercados en la Univesitat Oberta de Catalunya, ayuda a su padre a mejorar el negocio a distancia, desde el ordenador sin ver al personal que desfila por el puesto.

«Miguelón» se desvive por sus clientes. Tiene don de gentes. Palpa el hacha y el cuchillo con temple de acero. Soba la ternera o el buey con delicadeza. Puro amor al oficio de su vida.

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