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Medio siglo detrás de la barra

Ha servido millones de cafés, cañas y refrescos durante cincuenta años como barman en bares y kioscos. Siempre detrás de la barra. Comparte el negocio con su mujer, Conchi, siempre generosa entre los fogones

Medio siglo detrás de la barra

Esta es la historia de un buen barman. Francisco Belda Rico, «Paquito», es un hombre afortunado. Su familia se trasladó a Alicante a principios de los sesenta procedente de Novelda. El padre era albañil y marmolista ocasional; la madre, empleada en un almacén de selección y empaquetado de racimos de uvas del Vinalopó. Se establecieron en un pisito de la barriada de Virgen del Remedio. Paleta y plomada en mano, el patriarca de los Belda sacó a los suyos adelante e incluso construyó un chalé en el campo de San Vicente del Raspeig.

Paquito deseaba acabar el bachiller elemental en el colegio del barrio para trabajar. Temprano se colocó como aprendiz en la cafetería Ifach, entonces situada en la calle Gerona. Ahí se formó, terció con la clientela y se hizo hombre. Camisa blanca y pajarita. Alto y fino. Un buen día, Vicente Morera, yerno del dueño, lo contrató para regentar la barra del kiosco «El Chato», ubicado frente al Mercado Central. Meses más tarde trabajó para Enrique Pomata en el Bar Colón, junto al cine Ideal, en pleno centro de la ciudad.

La mili lo cambió de barra. Tras unas semanas de instrucción con armas y banderas, Paquito, destinado como soldadito a un cuartelucho de Cartagena, sirvió con esmero a tenientes, capitanes y comandantes detrás del mostrador de la residencia de oficiales.

Volvió a ser civil. Y regresó a trabajar en el templete de «El Chato», algo más que un bar: seis calurosos meses de venta de horchatas y granizados; otro medio año despachando cerveza, vinos, habas y caracoles. También ejerció de camarero como extra en diversos saraos que se celebraban en el Casino de Alicante, con platos elaborados por el 'chef' José Manuel Varó o por Jesús Muñoz.

Nos trasladamos a principios de la década de los ochenta. Paquito conoce a una guapa y luchadora cocinera. Se enamoran y decidieron independizarse de todo. Desde hace 31 años trabajan y luchan en el Bar Gravina, un local de treinta metros cuadrados que oculta muchos secretos. Durante los diez primeros años no descansaron ni un solo día. Sudaron. Lucharon. Salieron adelante. Triunfaron a su manera en un sector con demasiadas fatigas. Conchi es una excelente cocinera. Materia prima que compra cada día de labor en el mercado. Elabora con esmero comidas caseras: arroces, cocidos y guisados. La tortilla española la borda, siempre perfecta, con y sin cebolla, en días buenos y en peores. Como la ensaladilla o las manitas. El local es amable. Acaban de reformarlo. Siempre hay clientes matinales asiduos, como Jesús Parra, «Parrita», y Roberto Sellés, «El Chato», entre muchos parroquianos de almuerzos, comidas y cenas.

De refranero clásico: detrás de un buen hombre hay una gran mujer. Del bar ha salido cantera: Alejandro, Álex, hijo de la pareja, se desenvuelve con frescura y más gracia que su padre detrás de la barra. Ahí andan los dos, entre cañas, cafés, pinchos y bocadillos. En los fogones está Conchi, que empieza a ceder las ollas y los cucharones a Lorena, una joven despierta que va para nuera. Paquito echa de menos las partidas diarias de dominó. Algunos compañeros dejaron sus fichas sobre la mesa y se fueron para siempre.

Puede haber servido más de 20 millones de cafés y tantos otros de cervezas y refrescos como profesional. Siempre detrás de la barra. Mirada cómplice. Manos inquietas. Tranquilo. La esposa está al tanto de todo lo que ocurre en la cantina desde el infernillo.

Ahí anda el hombre. Bien acompañado. Con ganas de traspasar para siempre su barra y la cocina de Conchi a Álex y a Lorena.

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