«En el debate sobre el proceso se aprovecha todo, como en el cerdo», ha escrito un histórico periodista catalán arrojado a las tinieblas desde que acusó a Puigdemont de insultar a los auténticos exiliados. La metáfora porcina quedó ratificada el sábado por la corbata que lució el rey durante la final de Copa. Era rojiblanca, como los colores del Sevilla, y la coincidencia ha exaltado el siempre inestable ánimo del nacionalismo: «Si no estuviéramos escandalizados por el secuestro del color amarillo, lo estaríamos por la corbata del Rey de España», tuitea un diputado catalán en un chispazo de pirómano. Abundan estos puntos de fricción sobreactuada: el árbitro vestía de amarillo y nadie dedujo que estuviera exigiendo la liberación del «clan de Entremeras», mientras que TV3 resalta como quien describe la matanza de los santos inocentes que la seguridad del estadio hizo llorar a un niño cuando intentó requisarle su silbato. En un universo racional, las almas caritativas relacionarían la corbata del rey con su simpatía por el Atlético de Madrid, anfitrión de la final, y las maliciosas con la ritual orden de cualquier esposa furriel a su marido: «Ponte esta».

El vodevil del Ayuntamiento de Alicante es una maqueta fiel de algunas deformidades de la política española que se han cronificado como el transfuguismo bajo sospecha o la influencia tóxica de los partidos sobre las instituciones. En última instancia, todo esto es consecuencia del conflicto entre interés personal y vocación de servicio que abrumadoramente ha venido resolviéndose en favor del primero desde que Caín y Abel riñeron por la investidura en el Paraíso. Barcala es el sorprendido beneficiario de una pirueta legal, ideada precisamente para minimizar esos hábitos malsanos, y así se entiende que en las fotografías como flamante alcalde muestre la expresión de quien teme que todo sea una broma con cámara oculta y en cualquier momento la concejala decisiva vaya a irrumpir en la habitación gritando «¡Inocente!». Lo cierto es que con ocho concejales su capacidad de maniobra se reduce a confeccionar el programa de fiestas y poco más, pero quienes se escandalizan por este absurdo deberían preguntarse si el Ayuntamiento no ha sido otra extravagancia ingobernable hasta que se han aplicado los automatismos de la ley.

25 miércoles

«Por un clavo se perdió un imperio» reza el proverbio medieval cuya adaptación contemporánea hoy sólo puede ser «por una crema antiarrugas se perdió Madrid». Concretamente, por dos frascos de un potingue contra el envejecimiento que Cristina Cifuentes escondió en su bolso para eludir la caja del supermercado. Ocurrió hace siete años, el botín valía cuarenta euros y el bolso lo que un tratamiento rejuvenecedor en Marbella. No recordaba una melonada tan desconcertante desde que un vicepresidente del Congreso fue detenido por robar un pijama con elefantes en unos almacenes londinenses. Dimitió pocos días después, como hace unos minutos acaba de hacerlo Cifuentes. Los errores jamás prescriben en política y algún compañero ha rescatado el vídeo para administrar una sobredosis de venganza fermentada en el más sincero de los odios, el de las reyertas familiares. Aquel trastero cutre donde la ratera Cifuentes capea la humillación ante un vigilante malcarado desprende ocho años después el aroma a canibalismo de los isleños de Pascua, que fueron devorándose hasta que el último murió de hambre y sin escaño.

26 jueves

Noche en el hospital antes de una endoscopia rutinaria. A falta de otras emociones, en la televisión comienza una de esas rimbombantes películas basadas en personajes de cómic que ahora copan las carteleras. A los cinco minutos de estruendo, me doy cuenta de que estoy harto de tipos con trajes de neopreno y propulsores en la espalda que levitan con un chasquido de dedos, de ciudades de techos puntiagudos envueltas en la niebla, de héroes maquillados con soplete que se encapsulan en armaduras de robot, de aeronaves sin piloto que viajan de una galaxia a otra como vagones de un suburbano galáctico, de monjes tibetanos o druidas galos con báculos eléctricos y de una reata de figurantes digitales con casco de hojalata y pistola láser. También estoy harto de las endoscopias rutinarias. Añoro masacres optimistas como «El puente sobre el río Kwai», en que los trenes se alimentaban de carbón y no de kryptonita, los extras silbaban a capela, los puentes caían si se hundían los pilares y las balas no rebotaban en escudos fosforescentes. Cuando uno era demasiado joven para dormir en un hospital, vaya.

La condena de los miembros de «La Manada» a nueve años de prisión por abusos sexuales ha soliviantado a algunas feministas. La sentencia no ha considerado probada la violación e incluso un voto particular sostiene que los acusados tendrían que haber sido absueltos. Esto garantiza una tempestad de tertulias incandescentes en las que se exigirá la reforma del Código Penal, la apertura de un expediente al magistrado que habla de «ambiente de jolgorio y regocijo» al enmarcar los hechos y la reparación urgente de la afrenta por el Tribunal Supremo. El inconveniente de los «juicios paralelos» es que la palabra «puñetas» se presta a frases con doble sentido. Lo recomenda