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Así funcionan los clubes de marihuana

Los refugios del cannabis

Así funcionan las estructuras alegales donde se produce y consume marihuana en la provincia. Una veintena de clubes con cerca de 3.000 socios forman el movimiento

Los refugios del cannabis ANTONIO AMORÓS

Alex está sumamente cómodo detrás de la barra de la sede de su asociación. Los extractores de humo «no funcionan muy bien», se excusa, y por eso el olor a marihuana es más intenso que en otros locales de la ciudad. Unas veinte personas fuman tranquilamente en sofás viejos, mirando cosas en internet o jugando a la consola. Al fondo, dos chicos pelotean en el ping pong. Suena música ska desde el altavoz tras el mostrador, donde un expositor giratorio muestra un cogollo que rezuma resina y brilla como una joya. «Eso es de nuestro cultivo, está ahí para que lo vean los socios y elijan variedad. El hachís también lo hacemos nosotros», asegura este italiano cercano a la treintena. Su compañero y también fundador de la Casa Ganjika, Mateo, le devuelve la mirada cómplice al otro lado de la barra donde un joven firma que ha recibido los dos gramos de marihuana que le corresponden al día. Sólo una puerta de aluminio y una cortina separan la calle de la droga que circula libre por este templo rastafari ubicado en un bajo de El Pla alicantino. No hay el más mínimo temor a que los hombres de negro perturben la paz que el dios Jah ha sembrado en el local.

Luca también lleva rastas y también es italiano, pero está más cerca de los veinte. Ha sido socio del club de Alex pero ahora quiere emanciparse y cumplir su propio «sueño» cannábico con otros dos amigos en la ciudad de Alicante. Envueltos en la bandera de la libertad y de la lucha contra la hipocresía social, han reunido 10.000 euros para crear un lugar donde consumir su psicoactivo con la tranquilidad con que «los bebedores de alcohol o los fumadores de tabaco» ingieren los suyos. Han seguido las indicaciones del abogado madrileño que les asesora: Tienen una asociación inscrita en el registro autonómico, un local con un proyecto arquitectónico para aislar ruidos y olores molestos firmado por un técnico, el software para llevar la contabilidad y una parcela «cerca de Alicante» donde ya están cultivando plantas que florecerán a tiempo para la inauguración de esta sociedad de «catadores de marihuana», como se suelen denominar, que se instalará en el barrio de Los Ángeles. Será la octava agrupación dedicada al cultivo y estudio del cannabis inscrita en la capital y la vigesimotercera de la provincia (se reparten en Finestrat, Torrevieja, Benidorm, Altea, Orihuela Dénia, Ondara, Elche, Alcoy, Benissa y Elda) según los datos que maneja la Conselleria de Gobernación. Aspiran, como sus compatriotas, a manejar un número de socios de entre 250 y 300 y a tener a un centenar con asistencia semanal.

En el interior de la antigua sala de conciertos de El Hall de Alicante, un grupo de chicos formales de El Cabo ríen tomando refrescos, alguna caña y fumando porros de marihuana. También son miembros de una «asociación social de estudios del cannabis» con sede en esta bonita finca de la Albufereta. «Mírame. ¿Me quieres decir que pinto yo yendo a comprar marihuana a Los Palmerales?», pregunta Carlos Moreno, empresario ilicitano y principal impulsor del club La Fabriqueta de Aguardiente de Elche, con un número de socios menor y actualmente sin actividad. Muchos miembros de Angrowsol, un local en un edificio de oficinas del polígono Carrús de Elche más parecido a una clínica de fisioterapia que a un antro de drogadictos, solían ir a pillar hachís a este barrio ilicitano antes de conseguir la hierba en el nuevo local de la asociación que apoya el empresario de la hostelería Sergio Gimón.

Los prejuicios, al igual que las nociones básicas sobre legalidad, se revelan pronto como una información inútil para entender la realidad de estos locales que proliferan por todo el país y con especial empuje en Alicante y la Comunidad Valenciana. Penetramos en el limbo legal de los clubes sociales de cannabis.

El mecanismo

Para hablar con el secretario técnico de Angrowsol hay que cruzar una puerta con portero automático, subir unas escaleras con una segunda puerta hasta la recepción y firmar en el registro de entrada como visitante de día dando el DNI. Mientras Sergio Gimón aparece desde la zona de despachos, un joven con la camiseta del Elche recoge su dosis de manos de un empleado: también dos gramos, de una variedad de marihuana con poco THC (tetrahidrocannabinol, la sustancia que causa los efectos más conocidos de esta droga) que van dentro de una bolsita. Cuesta tres euros, la mitad aproximadamente de su precio en la calle. «Es lo que nos cuesta producirla más o menos, con una ganancia mínima para mantenimiento, luz, agua, etcétera. De todas formas, esto no va a ser sostenible nunca, pero mientras lo podamos mantener seguirá abierto», cuenta el empresario. Oficialmente, asesora técnicamente a una entidad sin ánimo de lucro que se dedica al autoabastecimiento y estudio del cannabis con especial hincapié en su faceta terapéutica. Extraoficialmente, y sin que sea ningún secreto, es un tipo que se ha gastado 600.000 euros de su bolsillo en convertir este edificio en un fumadero premium para que tanto quienes dependen del cannabis por adicción como por uso terapéutico puedan consumir la hierba con las mayores garantías.

La clase de Parkinson que padece encuentra en la otra gran concentración que hay en las flores de la planta, el CBD, una de las curas más eficaces de sus síntomas, según cuenta este empresario de origen canario. Por su historia, Angrowsol, fundada en 2014 y con 200 socios activos, es en buena medida lo que pasa cuando a un millonario con una enfermedad poco conocida le dicen que no puede investigarse una cura con una sustancia ilegal. En otra proporción, parece el legado de alguien de origen humilde que llegó lejos no sin ver como la marginación se llevó a muchos conocidos por delante. «Lo vendí todo, me separé y me quedé con lo imprescindible para dedicarme a esto que se ha convertido en mi pasión», explica este usuario que sólo consume marihuana vaporizada o líquida.

De momento, un 17% de los socios que tiene son enfermos de glaucoma, cáncer y otras dolencias que encuentran alivio en los efectos del cannabis. El resto son consumidores habituales que huyen de la marginalidad. «La maría que reparten aquí es más floja que la que puedo encontrar en la calle. Pero aquí estoy; prefiero estar tranquilo viendo las motos en el proyector y hablando con la gente que fumando en un parque», cuenta Tony, un socio de unos 35 años. Los chavales jóvenes que hay esta tarde en el club asienten.

Lo que tienen en común Sergio y Tony es que ambos no conciben su vida sin marihuana ni tampoco que el sistema les obligue a recurrir al mercado negro para conseguirla. De estos argumentos, en una proporción de 80-20, se nutren las altas de socios de los clubes. La inmensa mayoría son del tipo llamado lúdico, pero hay una parte importante de usuarios terapéuticos, que son además quienes generan mayor simpatía social hacia la causa de los clubes cannábicos -«¿por qué tiene la hija de un enfermo de cáncer que tratar con un narcotraficante para conseguirle un calmante recomendado por el médico a su padre?», se pregunta el impulsor de La Fabriqueta-.

Sean del tipo que sean, para formar parte de una comunidad de este tipo necesitan ser invitados por otro socio, declararse consumidor habitual -adicto- y autorizar a la organización a cultivar para él plantas para cubrir sus necesidades diarias. La media está en dos gramos de hierba por día, la referencia que el Instituto Nacional de Toxicología marca como «dosis individual». Sergio señala la caja fuerte. «Nunca tenemos más de 500 gramos, el límite del autoconsumo; si hay una intervención policial y hay más, podemos tener un problema», apunta el impulsor del club ilicitano.

El «blindaje»

Un club social de cannabis es un espacio privado donde se distribuye y consume marihuana producida por los propios miembros con el único objetivo de satisfacer su dependencia de este estupefaciente. Existen porque el derecho es interpretable y el sistema jurídico español se propone, a la vez, castigar el tráfico de sustancias ilegales y respetar el derecho a consumirlas en privado. Los clubes son, por alcance, el mayor exponente de la llamada «doctrina del consumo compartido» de drogas, avalada por el Tribunal Supremo, según la cual «cuando la cantidad no va más allá del consumo propio, cuando se toma de forma inmediata y en un ámbito estrictamente privado, se entiende que los hechos no tienen relevancia penal», explica Juan Muñoz, catedrático de Derecho Penal de la Universidad de Málaga. «Se entiende que los clubes, adaptando estos requisitos, no cometen ningún delito y ni siquiera falta administrativa», asegura.

«No se puede decir que los clubes sean legales; lo correcto es decir que no existe una interpretación unánime de la ley sobre ellos. Ocurre porque nuestro Código Penal establece un delito de tráfico de drogas muy abierto, con una formulación muy amplia, a la vez deja claro que el consumo no se puede penalizar. Es una discusión que sigue abierta: el Supremo no se ha pronunciado todavía, pero existe una gran mayoría de audiencias provinciales que les dan la razón a los clubes». La absolución de la vasca Pannagh, a quien la Audiencia de Vizcaya tuvo incluso que devolver todas las plantas de las que se incautaron los agentes, se considera uno de los mayores éxitos legales del movimiento.

La idea del club se ha llevado a la práctica, se ha puesto a prueba en comisarías y juzgados -sobre todo durante la última década-, y se ha depurado hasta dar con la mejor fórmula para manejar con garantías una sustancia que nunca deja de ser ilegal. Las mejores estructuras -el estilo catalán y vasco son los más demandados- se copian y se pegan ciudad a ciudad y barrio a barrio, en muchos casos con la ayuda de despachos de abogados especialistas que recomiendan constituirse como asociación y declarar en los estatutos los fines propuestos con toda transparencia.

En locales caros pagados con argumentos filantrópicos, en cuchitriles alquilados mes a mes con dificultades, en fincas cedidas por familiares o amigos, con cuotas altas o bajas, con impresionantes sistemas de ventilación o simples extractores de humos; sólo cambia la carrocería. El chasis de los clubes es siempre el mismo.

Policía y sospechas

El inspector de policía trata de transmitir un mensaje contundente. «Ellos quieren darle una apariencia de legalidad, pero las instrucciones de la Fiscalía son claras. Cree que estas asociaciones tienen una actividad ilegal y que por tanto cuando se detecten actos de cultivo o de promoción del consumo podemos actuar. Y se actúa». Las palabras de este mando de la comisaría de la Policía Nacional de Alicante buscan debilitar la confianza que los clubes han ganado en los últimos años recordándoles, con la instrucción que firmó el Fiscal General del Estado en 2013 para aclarar su postura sobre estas asociaciones, que subsisten en una «laguna legal» en la que es fácil resbalar y caer en el delito. Tráfico de drogas, asociación ilícita. «Es raro que la policía no sepa qué está pasando dentro de ellos», asegura el inspector. Las cortinas no son mágicas; cuando es necesario se rajan con la orden de un juez, viene a decir.

Aunque la policía judicial no ha realizado ninguna intervención en los establecimientos alicantinos en mucho tiempo, las comisarías de los distritos sí que han actuado en varias ocasiones. Y en algunos casos su sola presencia basta para desmantelar los clubes más débiles. «Pasamos mucho miedo. Entraron de golpe, nos detuvieron allí. Yo estoy enferma y no quiero volver a pasar por estos líos... Nos hemos quedado ya sin marihuana y lo más normal es que a partir de ahora la asociación se disuelva y que nos dediquemos sólo a la agricultura ecológica», explica la portavoz de un club fundado hace tres años, -prefiere no dar ningún dato sobre ella o su asociación- y en visos de disolución desde que recibió la visita sorpresa de la policía hace unos meses.

En otros casos, la intervención policial continuada sin consecuencias penales genera un efecto vacuna. «No es que no les tengamos miedo, ellos vienen y hacen su trabajo, pero nosotros también creemos estar haciendo lo correcto. Han entrado varias veces, la última en marzo. Pasamos dos noches en el calabozo y se llevaron toda la sustancia, unos 800 gramos. Nos acusan de un delito contra la salud pública, pero se va archivar, igual que pasó las otras dos veces. Lo que hacemos es legal», insiste Alex.

Tampoco el catedrático cree que lo que dice la instrucción del Fiscal, lanzada en 2013, pueda tumbar el modelo de club. «Parece que es muy peligrosa, pero realmente lo que se le dice a la policía y a los fiscales es que cuando se tengan indicios se limiten a abrir diligencias, que ya se verá después si la conducta es delictiva o no». La fe en la doctrina y en la teoría jurídica de los clubes es bastante fuerte.

Pero que nadie se lleve a engaños; los narcotraficantes también están más cómodos con el abrigo de una estructura alegal y en un domicilio social a priori inviolable que trabajando al raso y se parapetan detrás de algunos clubes. En el mundo del asociacionismo cannábico -relacionado, pero muy distinto al del activismo antiprohibicionista, de corte más político- nadie señala a nadie pero todo el mundo sabe quiénes son los sospechosos de estar utilizando este paraguas para lucrarse, bien sea dando salida a excedentes de la producción propia o directamente traficando a gran escala con esta droga aprovechando la infraestructura de un club.

Conscientes de vivir muy al borde de la legalidad, las relaciones públicas suelen ser mínimas. Tratan de no darse ninguna publicidad -una actividad que la justicia puede interpretar como «fomento del consumo» y por tanto como tráfico de drogas-, y de mantener el circuito blindado a terceros. Por miedo a ser malinterpretados, por no querer ser relacionados con otras asociaciones; la mayoría de los clubes alicantinos declinan aparecer en un reportaje colectivo.

Mientras los juristas discuten filosofía del derecho y con jurisprudencia contradictoria, los policías y los fumadores se abofetean en una batalla de detalles, de resultado incierto, donde se terminan confesando unos a otros sus ganas de que alguien se pronuncie con rotundidad sobre una realidad social extendida, compleja y que claramente trasciende el ámbito del tráfico de drogas.

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