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Turballos, la última comuna

La pedanía de Muro de Alcoy, abandonada hasta hace 30 años a causa de la emigración, aloja hoy a la singular comunidad ecopacifista que decidió reconstruirla

Turballos, la última comuna Rafa Arjones

A pocos kilómetros de Alcoy, en término de Muro, al pie de la ladera izquierda de la Sierra de Benicadell, se acaba la civilización. O comienza. A 560 metros sobre el nivel del mar, entre el puerto de Albaida y Gaianes, se encuentra la pedanía de Turballos, un pueblo abandonado hasta comienzos de la década de 1980 a causa de la emigración y refundado en 1982 por Vicent Micó, el Pare Vicent, un capellán de la Vall d'Albaida (Valencia) seguidor de Ghandi, antiguo párroco de la iglesia alcoyana de Santa Rosa, que se encontró una aldea desolada, fantasmal y en ruinas, y que a lo largo de tres décadas, junto al resto de integrantes de lo que se bautizó como «la Comunitat», ha convertido en la última comuna organizada y en plena actividad de la provincia de Alicante.

Turballos tuvo hace más de 30 años como últimos habitantes originarios de la pedanía a una pareja de pastores; ahora, una placa en la plaza avisa de que se trata de un territorio «desnuclearizado y desmilitarizado». La emigración de los años 60 hacia poblaciones industrializadas y de economía en pleno desarrollo acabó vaciando el lugar. Ahora, sus 14 habitantes (la comunidad ha llegado a 30 en las últimas tres décadas) viven del trueque y de lo que dan la tierra y los animales, asnos, patos, pavos, cabras o gallinas que llevan una vida plácida y alejada del peligro de acabar sus días en el puchero, porque en Turballos lo mismo son hombres que mujeres que perros que gallinas, de acuerdo con los principios seguidos por sus vecinos. «Aquí no se mata a nadie. No comemos ni carne ni pescado. Los criamos para que vivan, tienen derecho a vivir. La mayoría nos los traen. Mira, esa gallina es hermana de aquella otra. La de más allá es la madre», describe el Pare.

Ni TV ni wifi

Entre todos han hecho de este núcleo rural un pueblo reconstruido por completo, limpio, ecológico, pacifista y «en valencià», como se encarga de enfatizar el Pare Vicent, el hombre que a sus 87 años vela por la continuidad de su filosofía de vida y de liderar Turballos, donde no hay televisores ni saben de wifi y el agua se extrae de los pozos. La última vez que salió en los medios de comunicación fue hace un par de semanas, cuando alojó a los componentes de la Marcha por la Dignidad tras negarles cobijo en Beniarrés. Turballos como símbolo. Desde que comenzó la «repoblación», el lugar ha sido inicio o final de marchas pacifistas o antinucleares.

Si se viene de fuera no es fácil encontrarlo. Cuando indicas Turballos, el GPS de Google te deja varios kilómetros más abajo, hacia Alcocer de Planes. Llegando a Gaianes, y fruto del azar, encontramos a Vicent Micó conversando con varios vecinos a la entrada de un taller de automóviles. Le indicamos que queremos conocer ese enclave del que la gente habla como ejemplo de vida en común y ecologismo solidario. Nos indica que le sigamos.

Cuesta creer que un hombre de su edad se desenvuelva tan hábilmente en un vehículo por la carretera angosta que une Gaianes con Turballos, pero el capellán se maneja con absoluta soltura con su Seat 600, una joya casi descatalogada de la época gloriosa de la automoción española cuyo cristal trasero exhibe aún la pegatina reivindicativa más difundida de los 80: ¿Nuclear? No, gracias.

«Al principio vine yo solo para reconstruir la iglesia prerrománica [siglos V al X] que estaba en malas condiciones, casi derruida. Luego vino más gente a ayudarme. Aquí han llegado a vivir hasta 30 personas durante todos estos años. Otros se han marchado porque había que educar a los hijos en el colegio, claro. Aquí no hacemos negocio. Yo soy capellán y nunca he cobrado una peseta por nada, nunca. Vivimos de lo que nos da la tierra, de la patata, la manzana, la lechuga».

Quien habla es Micó, encargado de mostrar lo que han hecho con este núcleo rural que en la década de 1970 ya solo contaba con un solitario habitante. El capellán habla con los periodistas saltándose una de las normas adoptadas hace ya tiempo por el grupo: no publicitar alegremente el modo de vida del pueblo «porque aquí vienen de todos los lados. Los domingos o cuando llega la fiesta esto se llena y aquí no caben todos, y no podemos atender bien a todo el mundo».

El Pare Vicent es prácticamente el único portavoz autorizado de la Comunidad, cuyos miembros no se dejan ver («están en las casas, haciendo sus cosas) durante la elabloración de este reportaje. Sólo una vecina se asoma a la plaza para recordar a los periodistas que no les gusta la publicidad en los medios de comunicación.

No hippies

Porque en Turballos todo se aprueba en conjunto. No hay alcalde, no hay concejales, la única política es la de hacer la comunidad entre todos y compartir. El religioso se ríe a carcajadas cuando le sugiero el hecho de que bien podrían ser como aquellos hippies que se refugiaban en Essaouira (Marruecos) a finales de los 60 y pregonaban esta misma forma de vida.

Muro de Alcoy, de quien depende la pedanía, deja hacer y les suministra la electricidad y recoge la basura, pero en la medida de lo posible, en Turballos no se tira nada, se recicla. Hasta las hojas caídas de los árboles recoge el Pare Vicent para dársela a los animales. Todo es de todos y todo se decide entre todos. «Tomamos las decisiones en común. Este perro no es mi perro, es un perro», explica señalando a Negreta, que nos sigue durante más de cuatro horas de visita guiada por el pueblo-comuna.

Como consecuencia de la labor realizada en las últimas tres décadas, lo que llegó a ser un núcleo agrícola abandonado y semiderruido se ha transformado en calles y paredes empedradas, un lugar limpísimo, con casas restauradas y fachadas ornamentadas con las piedras del lugar, encajadas pieza a pieza por sus habitantes. A lo largo de una calle se reparten una decena de eras para el cultivo y casas de pueblo reconvertidas en granja para animales, almazara, horno de pan, panales para recoger la miel, carpintería, huertos de olivos, tierra de cultivo, espacios destinados a practicar la meditación y el silencio, y caserones remozados para reunir a la comunidad y adoptar en común las decisiones que atañen a la fisonomía de Turballos o a la vida diaria de sus habitantes.

Todo parece antiguo y nuevo a la vez, como esas ciudades devastadas por las guerras y que han sido reconstruidas a partir de los planos originales. Conviviendo con lo que Micó llama de forma reiterada «la Comunitat» queda una familia «que no pertenece al grupo», pero sí participa de las opiniones «sobre si esto queda mejor aquí o allí», explica mientras apunta orgulloso hacia una calzada empedrada.

La comunidad de Turballos se rige por un compendio de filosofías e ideologías que van del cristianismo a la no violencia con trazos de pacifismo y ecologismo radical. Se autodenominan Comunidad Ecuménica y No Violenta. Ecuménica porque busca devolver el entendimiento entre los cristianos, es decir, la unidad de las distintas confesiones religiosas cristianas separadas desde los grandes cismas, aunque para el líder de Turballos, «da igual de la religión que seas, o que no creas directamente en ninguna, yo soy sacerdote, pero eso no quiere decir que esté de acuerdo con todas las decisiones de la Iglesia Católica», subraya contundente.

En Micó anida también un nacionalismo casi radical. Sólo alza la voz para enfatizar sus palabras cuando asevera: «Aquí se vive lo más sencillamente posible. El sentido de pueblo hay que tenerlo claro. Jesús hablaba la lengua del poble. Por tanto, hay que tener un sentido profundo de pueblo en todos los aspectos. ¡El poble y en valencià! Una de las cosas que el Papa dijo al principio de ser elegido era que había que tener sentido de pueblo. Hace 50 años que soy sacerdote. A veces mis superiores vienen por aquí para cuestionar todo esto. El arzobispo ha llegado a decirme que no está de acuerdo en cómo vivimos. Yo digo que esto es lo que dijo Cristo». Con eso le vale.

La historia

Pascual Madoz, político español del siglo XIX autor del «Diccionario geográfico - estadístico - histórico de España y sus posesiones de ultramar» (1846-1850) señala en esta obra que Turballos era hacia esa época es «un caserío de 150 habitantes, del arciprestazgo de Concentaina [sic], anejo de Setla de Núñez, cuya iglesia está dedicada a San Francisco de Paula. Tal vez sea la alquería que el Repartimiento indica con el nombre de Torbayllos, que concedió D. Jaime el 11 de agosto de 1247 a Pedro Bosch, toda íntegra, pero sin hornos y molinos. Al erigirse la iglesia de Gayanes en 1535, se le dió por anejo, y entonces contaba con once casas de moriscos. Ejerció el señorío el conde de Concentaina».

Hacia mediados de los 70, la pedanía es prácticamente un lugar deshabitado. Al capellán de 87 años le bailan las fechas, aunque no el motivo que le llevó a emprender la aventura hoy convertida casi en comuna: la reconstrucción de la iglesia. Ahora, el templo, sin bancos, sin luz artificial, sin altar, es un lugar para el rezo al que hay que entrar descalzo y en el que los integrantes de la Comunidad se acomodan de rodillas sobre cojines alrededor del Pare Vicent, cuya homilía versa sobre ecología y pacifismo y se aleja del modo tradicional de impartir la ceremonia a la manera católica.

«A la Iglesia -confiesa el religioso- le falta ser más abierta. Nadie tiene la verdad absoluta. Por eso me enviaron personas de la Diócesis de Valencia que no estaban de acuerdo con nuestro modo de vida, pero alguna luz vemos en el nuevo Papa», aduce.

En una peculiar combinación de religión, veganismo y pacifismo militante, el perfil de la comuna se adivina fácilmente en una de las placas que adornan la vía que atraviesa la población: «A las víctimas ignoradas. Según Naciones Unidas, cada día mueren 100.000 personas por las guerras, el hambre y la miseria. ¿Qué hacemos para evitarlo?»

Para incidir en el mensaje, la comunidad se reúne a diario en la casa identificada como «Salón Ghandi». Hay imágenes de Jesucristo y del líder indio de la no violencia asesinado en 1948. En una pizarra se informa, junto a vocablos en indio relativos al Mahatma, de los horarios de comida, cena y meditación. «Aquí hacemos nuestras reuniones y la gente viene a practicar el silencio. Nos reunimos y practicamos dos, tres, cuatro días en silencio. En silencio se está mejor, que cada uno se conozca a sí mismo. Eso era de Ghandi. Le pegaron y lo mataron. Yo también estuve en la cárcel, hace mucho tiempo, con Franco. No estuve muchos años. Estuve en Valencia», asegura el párroco sin poder concretar ni las fechas ni los motivos de su encarcelamiento.

El Pare Vicent dispone de las llaves de la mayoría de las casas del pueblo, aunque durante la visita, hecha sin previo aviso, advertimos que para acceder a muchas viviendas basta con empujar la puerta.

«¿Para qué? Si aquí no va a robar nadie», aclara el capellán. «Por mí debería haber más pueblos como este. Yo iría a verlos. Nunca he pensado en irme de aquí.

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