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Séptimo Arte

La invención del recuerdo

Celebramos este año el centenario del nacimiento de Federico Fellini, un cineasta para quien el recuerdo nace de la imaginación y el ensueño

La strada.

«Cualquier plano expresa todo un mundo. Implica por entero la concepción de un mundo». Fellini

Hedonista, imaginativo, contradictorio e inconstante, el joven Federico encontró en el cine el modo más adecuado de expresar su modo de ser. El cine era para él una fascinante posibilidad de escapar de la cárcel de la razón y de la moral: «No quiero demostrar nada, quiero mostrar». Reivindicaba el derecho a la contradicción y a la imperfección en la vida y en el cine.

La infancia y adolescencia de Fellini en su pueblo natal, Rímini, estuvo presente en algunas de sus películas más célebres, como Los inútiles (1953) y Amarcord (1973). Pero recrear el pasado para Fellini no era tarea exclusiva de la memoria; muy pronto se percató el cineasta de que los recuerdos son inseparables de la invención. Una película reciente, La verdad (Kore-eda, 2019) es un ejemplo de ello. Recordar es imaginar lo que uno cree haber sido. «Soy un mentiroso, pero sincero», dijo de sí mismo en una ocasión. De ahí que el sueño, la imaginación y el recuerdo se entrelacen con frecuencia en sus películas bajo el poder evocador de las melodías de Nino Rota.

El cine Fulgor en Rimini fue el lugar donde tuvo lugar su iniciación en el mundo viviente de las imágenes. Amante del circo, a Federico le gustaba mucho dibujar y aprovechó este talento para convencer al dueño del Fulgor para que pudiera entrar gratis en su cine a cambio de dibujar carteles de películas y caricaturas de los grandes actores y actrices.

Fellini se inició en el cine de la mano de Rossellini, con quien colaboró en los guiones de Roma, ciudad abierta (1945) y Paisá (1946). Llegó incluso a protagonizar y escribir un mediometraje, El milagro (1948), donde interpretaba a un vagabundo que seduce a una pastora al confundirlo con un mensajero divino. Pero muy pronto el neorrealismo quedaría superado en su búsqueda cinematográfica de una imagen poética que trascendiese la realidad. Su cine no describe la realidad sino que muestra una «fenomenología del alma» (André Bazin).

Los inútiles, que fue la primera película que le dio proyección internacional al cineasta, narra la deriva existencial de unos amigos treintañeros en un pequeño pueblo. Son inútiles no solo porque no trabajan sino porque viven sin sueños ni esperanzas, aplastados por la eternidad cíclica del placer y el tedio. Fellini filma sus días vacíos, paseando por la playa invernal o deambulando sin rumbo por las calles y plazas vacías durante las noches. Únicamente uno de sus personajes, Moraldo, alter ego de Fellini, huye en tren hacia Roma para escapar de la abulia que le paraliza. Sin embargo, años más tarde, en La dolce vita (1960), Fellini mostrará que tampoco Roma escapaba al influjo de un nihilismo que mantenía adormecidos a sus personajes. Y es que el cineasta italiano, al igual que Visconti primero y Sorrentino después (La gran belleza), sentía fascinación por la decadencia: «La decadencia es la condición indispensable del renacimiento (€) me gustan los naufragios. Soy, pues, muy feliz de vivir en una época donde todo zozobra».

La mayoría de sus películas cuentan la historia de personas en busca de sí mismos. Lo que muestra Fellini son fragmentos en la vida de sus personajes pero sin un final o desenlace. Tal vez sea así porque una película nunca termina en la mente del espectador. Tampoco pretende Fellini salvar o redimir sus protagonistas de sus vidas azarosas y contradictorias.

Las noches de Cabiria (1957) es el retrato de una prostituta romana con una hipnótica mirada soñadora, cuyos gestos y expresiones recuerdan a la ternura de Chaplin. Cabiria busca incansablemente un cambio de vida que parece no llegar nunca. Su mirada a cámara y su rostro de ilusión y desamparo al final de la película nos trae a la memoria el plano final de Chaplin en Luces de la ciudad. Antes de Cabiria, Giuletta Masina dio vida a la inolvidable Gisolmina, la inocente, bondadosa y también chaplinesca protagonista de La strada (1954), cuyo espíritu revive en la reciente Lazzaro feliz. Curiosamente, en estas dos películas de Masina la música aparece al final del camino: como resorte inexplicable de alegría para devolver a la vida a Cabiria o como evocación de la inocencia de Gisolmina capaz de vencer el mal. La trilogía de la actriz y esposa de Fellini concluiría con Giuletta de los espíritus (1965), historia de una mujer que lucha contra sus propios demonios interiores.

Tras una crisis existencial y creativa, el protagonista de Fellini Ocho y medio (1964), director de cine, trata de reencontrarse a sí mismo, indagando en sus recuerdos, sueños y fantasías. También en el final de esta película es una banda de música circense la que arranca de la nada a su protagonista, abatido por la falta de inspiración e ilusiones, y lo empuja hacia una celebración caótica de la vida. A partir de este autorretrato fílmico, su cine se hizo cada vez más poético y onírico, como es el caso de la que considero su mejor película, El viaje de Guido Mastorna, que jamás llegó a realizar pero que le persiguió, como un fantasma, durante toda su vida.

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