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De Altamira a Paul Klee

De Altamira a Paul Klee

De entre las infinitas vanguardias que acribillaron el mundo del arte y el pensamiento occidental hace poco más de un siglo, pocas socavaron (o pretendieron socavar) los cimientos de la Razón tan profundamente como el Surrealismo. Más allá de los logros concretos conseguidos (principalmente en las artes plásticas; a ver quién tiene valor hoy para leer la poesía o la prosa de algunos de los máximos exponentes del movimiento), y antes de fosilizarse y convertirse en Academia (destino inevitable de cualquier vanguardia), el Surrealismo permitió entender que hay otra manera de mirar y de acercarse al mundo que nada tiene que ver con los rígidos principios que desde la Ilustración aprisionan nuestra manera de relacionarnos con lo real.

El padre fundador del movimiento fue, claro está, André Breton (1896-1966). Tengo que empezar confesando que no siento una especial simpatía por Breton. Admito que no conozco su obra más que superficialmente, pero me echa siempre para atrás cierto tufillo fascistoide y elitista en sus palabras y obras, como, por otro lado, me sucede con la inmensa mayoría del arte de vanguardia. Prejuicios que no impiden que me haya acercado a este libro lleno de ilusiones y expectativas.

El arte mágico, publicado por primera vez en 1957 y nunca traducido hasta ahora a nuestro idioma, es un intento (a veces algo torpe y tambaleante) de recorrer la historia del arte de un modo heterodoxo, alejado de los cánones académicos, y con una amplitud de miras muy sana y desprejuiciada. Con una prosa que en demasiadas ocasiones adolece de cierta farragosidad, Breton emprende una tarea similar a la del explorador que se adentra en una jungla desconocida, y a machetazo limpio va abriéndose camino hasta llegar a una supuesta tierra prometida. En su caso, la jungla es la historia del arte y el machete que utiliza para desbrozarla, las premisas del Surrealismo (la magia, el inconsciente, lo irracional). La tierra a la que llega, por supuesto, es al arte de vanguardia.

Unos años antes, en su Diccionario de los ismos (1949), su amigo Juan Eduardo Cirlot definía el Surrealismo como «el resultado de una voluntad constructiva aplicada a la creación de un mundo situado más allá del que la percepción arroja, utilizando para este fin los valores procedentes de las asociaciones irracionales e instintivas de fragmentos de la realidad física o imaginaria». En esa misma obra Cirlot identificaba Surrealismo y Magia, ya que ambas intentan «atravesar la fija piedra de lo imposible». De eso trata este libro, de identificar, sacar a la luz y reinterpretar un buen puñado de obras de arte (sin jerarquías cronológicas ni geográficas) a la luz de unas cuestiones que no suelen ser tenidas en cuenta en las historias del arte al uso, preocupadas más por cuestiones tan «terrenales» como la técnica, la pertenencia o ruptura con la tradición, o el contexto social en que fueron creadas. Aquí Breton se olvida de eso, y prefiere centrarse en cuestiones mágicas, religiosas y simbólicas. El resultado es, de algún modo, fascinante, aunque tras una lectura reposada de El arte mágico siento que no he entendido muchas de las ideas que quiere transmitir el autor. Pero en seguida me he dado cuenta de la trampa. Las palabras en el caso de un libro como este no son más que una distracción, una excusa. El verdadero sentido del libro se halla en las imágenes. La edición española, exquisita como todo aquello a lo que Jacobo Siruela e Inka Martí nos tienen acostumbrados, se compone por más de doscientas reproducciones que -de la Venus de Willendorf a los akelarres de Goya, de los moáis de la isla de Pascua al palacio ideal del cartero Cheval, de las pinturas de Lascaux o Altamira a Max Ernst, de Durero a Moreau, de Arcimboldo a Gauguin, o de El Bosco a Rousseau el aduanero-nos hacen olvidar de algún modo el texto de Breton, tal es su poder de fascinación. En definitiva, lo que este libro nos confirma es que la palabra Arte (que no artificio), no es más que otra manera de definir la Magia, y viceversa.

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