Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Mathieu bien vale un Goncourt

Mathieu bien vale un Goncourt

Verano de 1992. Una pequeña ciudad y un discreto valle en el este del hexágono francés, a un paso de la frontera con Luxemburgo. Los Treinta Gloriosos, la época que medió entre la Liberación y la crisis del petróleo del año 73, inundaron este rincón del mundo de potentes acerías, dinero a raudales, una mano de obra que aunaba la conciencia política con sus ansias de promoción social. Pero hace ya tiempo que las grietas del capitalismo feliz afloran y que la defunción de las ideologías ha hecho trizas el ideal republicano. Las grandes fábricas han cerrado; la presión de los inmigrantes dificulta la convivencia; la gente bebe demasiado y transcurre atrapada entre sus ocios inútiles y las ilusiones depravadas de un sueño emancipatorio que nunca llegó.

En el caldo espeso de este malestar lancinante, que va pregnando las vidas de sus súbditos con la constancia de una lluvia que no cesa, Anthony, un adolescente de 14 años torturado por su físico, sobrevive al desgaste cotidiano de un padre violento, una madre que fue hermosa, un tedio sin límites. Las chicas y una antigualla de moto son sus únicas esperanzas. Pero aquéllas no le hacen caso y ésta, en un incidente pueril por previsible, le acarreará un disgusto. Con estos cimientos -el insoportable calor, el desgarro de una sociedad fracasada, un muchacho cautivo en la telaraña de la edad y de una familia que se desmorona-, Nicolas Mathieu arranca la edificación de una obra majestuosa, Sus hijos después de ellos, merecedora del Goncourt del año 2018 y gozosamente a la altura del mito que el premio literario más célebre después del Nobel ha venido forjando desde que se concedió por primera vez, allá en 1903, al hoy piadosamente olvidado John-Antoine Nau.

Mathieu es ambicioso, su fresco aspira a renovar los laureles tantas veces marchitos de la novela como precipitado de una época. En el tiempo del pensamiento débil y de la cultura líquida, ante la soberana sospecha de que cualquier relato esconde en el mejor de los casos una anfibología y en la peor de las perspectivas su némesis aniquiladora, el escritor de Épinal se ha arriesgado a reeditar los moldes de la ficción atendiendo a su regla de oro: el personaje en el centro del drama; el narrador omnisciente como lupa y amplificación. Ninguno de los caracteres de Sus hijos después de ellos carece de sustancia. No son perfiles ni apuntes apresurados. Huyen de la caricatura y del trazo grueso. Todos tienen densidad y dejan huella, no importa que se trate del magrebí desubicado, del gilipollas borrachín o de la quinceañera pija que sueña con París mientras se pudre a orillas del Mosela. No hay detalle vano: la marca de unas zapatillas, el olor y sabor del sexo, el valor del franco en la última década del pasado siglo. Y el narrador que todo lo ve y que todo lo sabe es un fisgón entrometido y a la vez un censor radical. Ejerce de filósofo y constata los rostros del multiculturalismo, se permite el párrafo faulkneriano y domina a conciencia los idiolectos (memorable resulta en este sentido el retrato del sentir y el desear adolescente), transita con igual éxito en el diálogo de réplicas cortas que en la exégesis sociológica. En la trituradora de Mathieu, al amparo de un libro que se antoja meditado hasta su último recoveco, brilla indemne y poderoso el arte de la novela, su aspiración a decirlo todo, la fenomenal confianza en que el talento de un escritor pueda llegar a contener la vida en un mazo de palabras. Entre el arco temporal que dibuja Smells like teen spirit, el himno de Nirvana que sacudió los renglones torcidos de la juventud a finales del milenio, y el éxito de Francia en la Copa del Mundo de Fútbol de 1998, Mathieu despliega su teatro mde hombres y mujeres que conforman una representación de Europa después del Muro y un diagnóstico del continente antes del marasmo actual.

Buena parte de lo que hoy sucede en nuestro entorno (el blanqueamiento del fascismo, la depauperación de los logros del estado del bienestar, la inercia de una sociedad saciada que ha descubierto demasiado tarde que la Historia no había terminado), Mathieu lo cifra en la angustia que mortifica a Anthony y a su familia, en el desprecio que condena a sus antagonistas marroquíes, en la anomia que aniquila a unas clases pudientes que intentan proteger a sus hijos mediante la aporofobia, la evasión a los paraísos artificiales, el gueto económico.

Por debajo del conflicto entre la peripecia personal y la necesidad histórica, respira en Sus hijos después de ellos una reflexión en torno a la idea de pertenencia. Adaptada a una óptica posindustrial, la proverbial enseñanza de Tolstói (pintar la aldea propia para pintar el mundo) encuentra eco en las páginas de Mathieu. Pero lo hace de un modo nada benigno. Pues la confianza de Tolstói se tiñe en Mathieu de descrédito, el valle y la ciudad protagonistas funcionan como tenaza, como prisión, como panóptico que condena a que la vida, en el fondo, se antoje mera repetición. Esa es la tragedia latente en Sus hijos después de ellos, una tragedia generacional e interclase, hacia fuera y hacia dentro, en el que los franceses de nacimiento se sienten cautivos de las contradicciones de un sistema que les prometió la felicidad y los franceses de adopción asumen que sólo se les tolera en las francachelas del 14 de julio, las orgías de gasto de los centros comerciales y la idiocia consensuada de los éxitos deportivos. La Francia black blanc beur que alzó la Copa del Mundo, la Francia de Thuram, Barthez y Zidane, acoge a sus desheredados sólo en los momentos de gloria. Aunque lo cierto es que tampoco para el resto de sus hijos, los mismos que acabaron por votar al Frente Nacional después de una juventud proletaria, la promesa del cielo se ha cumplido. Algo que esta novela extraordinaria nos transmite con la fuerza de una revelación.

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats