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Tras el hombre

El filósofo Víctor Gómez Pin despliega una apasionante y exhaustiva reflexión sobre el sentido de la filosofía y su relación originaria con la física

Tras el hombre

Este libro enorme reitera en su prólogo y en su epílogo un pasaje final de El Hacedor en el que Borges cuenta cómo un hombre que se había propuesto la tarea de dibujar minuciosamente el mundo descubre, poco antes de morir, que sus laberínticos bosquejos finalmente no representaban sino la imagen de sí mismo. La cita condensa casi todo el sentido de esta obra cuyo «hacedor», Víctor Gómez Pin, entiende, como pocos, que la filosofía es una actividad específica y radicalmente humana. Que la radicalidad práctica de la filosofía obedezca a su naturaleza teórica es una paradoja que para el autor sólo puede entenderse analizando e interpretando las relaciones entre filosofía y ciencia o, para ser más exactos, entre la metafísica y la física. Y a ello nos invita en un ensayo hecho de ensayos, cuyo movimiento inicial, sometido a distintas variaciones a lo largo de sus seiscientas páginas, sitúa a la filosofía tras la física. Ese tras expresa la situación y la génesis de un saber extraño muchas de cuyas preguntas provienen de los problemas no científicos suscitados en el desarrollo de una ciencia que, desde los pensadores jonios concibe y explica la physis, la naturaleza, sus fenómenos y sus «elementos», en virtud de procesos y principios sorprendentemente necesarios. La primera parte del libro reconstruye la génesis de la filosofía a partir de las inquietudes que despertaba esa primera ciencia griega, y que se resumen en la perturbadora constatación de que la naturaleza gusta siempre de ocultarse: hasta el punto de que, como descubrieron los pitagóricos, su estructura no sólo es simbolizada sino que está realmente constituida por relaciones matemáticas ajenas a nuestra experiencia inmediata de las cosas. La segunda parte aborda las distintas formas en que los postulados de la física desde el siglo xx, con sus experimentos cuánticos y los protocolos matemáticos asociados a ellos, han obligado a poner en cuestión principios básicos de nuestra idea del mundo acuñados por la física clásica. Así ocurriría con la localidad y la contigüidad de los cuerpos, y con el mismo postulado de la realidad como algo necesario y único. La desconexión entre ciencia y experiencia nunca habría sido tan evidente ni inquietante, pues ya no es que el mundo que la primera explica no sea como los sentidos lo perciben, sino que parece que no tenga nada que ver con el modo en que la razón se había acostumbrado a concebirlo. El hecho de que para los propios físicos resulte incomprensible que el mundo sea comprensible, como expresó un angustiado Einstein, no habría hecho más que extremar el abismo y al mismo tiempo la mutua necesidad entre dos intereses del conocimiento humano: de un lado, la búsqueda de inteligibilidad; de otro, la reflexión sobre las condiciones de esa inteligibilidad. Si la ciencia se encarga con éxito de la primera, la filosofía afronta con mucha menos certeza, pero acaso mayor arrojo, la segunda. De manera que, desde los filósofos griegos hasta los filósofos, y no pocos físicos, contemporáneos, «la interrogación sobre el ser de las cosas deriva en una interrogación sobre la naturaleza de quien interroga». Gómez Pin ha explorado esta tensa asociación entre ambas interrogaciones durante décadas, no sólo en su dilatada obra, tan afín a Aristóteles y a Schrödinger, sino también en su actividad académica y sus congresos internacionales de ontología donde ha reunido a físicos y filósofos de primera fila. Este libro es el fruto generoso de esas décadas de trabajo. Su generosidad no sólo se muestra en sus contenidos sino también en la forma de transmitirlos. La argumentación precisa, la erudición feliz y el estilo elegante y apasionado, sin rehuir la complejidad formal y matemática, destilan un especial conocimiento de la poesía no menor que el de la historia de la filosofía y de la ciencia. El análisis conceptual de teorías científicas y problemas filosóficos se trenza sin dificultad con los relatos de las motivaciones y tribulaciones de quienes los plantearon. Relatos que describen, a menudo en brillantes notas a pie de página, los trasvases entre la emoción por el saber y la conciencia de la propia ignorancia. El arrojo y las limitaciones del filósofo Ortega o la más dramática agonía intelectual y vital del físico judío Paul Eherenfest son dos de las muchas figuras que encarnan la dimensión ética de un pensamiento cuyo valor reside en la constancia de su mismo ejercicio -el esfuerzo del pensar- y no en las aplicaciones vicarias, que hoy algunos de quienes se dedican a la filosofía invocan en su apología suicida. Más allá o más acá de una filosofía de la ciencia, la misma escritura de este libro nos invita a hacer nuestro el trabajo del filósofo en su decidida pugna por iluminar las complejas determinaciones conceptuales que constituyen el lenguaje humano; y nos obliga, por eso mismo, a rechazar la consideración de éste como un mero código comunicativo de señales. Un trabajo al que nunca le dejan de asombrar ni de nutrir las inevitables aporías de la física.

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