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En busca de la tercera voz

El poeta y traductor Fruela Fernández explora en las tradiciones populares vías para resistir los estragos del capitalismo global

Fruela Fernández. información

En una de sus «Cartas luteranas», escrita pocos días antes de ser asesinado, Pasolini explicaba a Italo Calvino la destrucción de las culturas tradicionales perpetrada por el brutal modelado de unas relaciones humanas reducidas a producción y consumo. Sus últimos escritos insistían en ese nuevo fascismo totalitario, que, a su juicio, la izquierda antifascista era incapaz de percibir, ciega ante la naturaleza del verdadero Poder. El escritor asturiano Fruela Fernández invoca desde el inicio de Una tradición rebelde al autor de Escritos corsarios, a quien vincula con razón a Antonio Gramsci y al menos conocido Ernesto de Martino, antropólogo que, tras iluminar los opacos modos en que los ritos populares dan sentido a la experiencia común, emprendió hasta su prematura muerte un vasto estudio sobre los apocalipsis culturales. Fruela Fernández no es, o no lo parece, un apocalíptico. Su audaz opúsculo defiende la rebeldía de diferentes formas tradicionales de cultura, que desbordan y trastocan las regulaciones de poderes económicos y políticos. El título recoge la expresión con que el historiador E.P. Thompson designaba la resistencia de las costumbres gremiales inglesas a las regulaciones laborales y sociales impuestas por las innovaciones del mercado. La brevedad del ensayo, dividido en varios escritos que van cercando, más que explicando, su objeto, no permite profundizar en los conceptos que lo atraviesan. Pero desde sus primeras páginas deja clara su alergia a toda consideración esencialista y originaria de las culturas y saberes tradicionales. Insiste, así, en que la naturaleza comunitaria de éstos es el producto de condiciones modernas, cuyo desarrollo, tal y como sucedió con la industrialización que configuró el paisaje y las formas de vida de La Cuenca asturiana, ha acabado por destruirla.

Estas páginas exploran los modos en que ese común saber popular, excediendo sus condiciones de origen, invita a reinterpretar las relaciones humanas de un modo radicalmente distinto al del «neoliberalismo» global. El autor toma todas las precauciones para que sus argumentos no se confundan con los de quienes han puesto lo folclórico al servicio de identidades excluyentes. Contra ese criptonacionalismo y contra las «erosiones del capitalismo» individualista, incapaces ambos de establecer mediaciones entre el sujeto y la comunidad, nos insta a escuchar la «tercera voz», que como la del cancionero popular, encarna una «palabra comunitaria» que supuestamente circularía conformando lo que Fruela Fernández denomina, con cierto acento británico, «sentido común». La música resulta aquí la estructura modélica para describir la cohesión de esa «comunidad cantada», sedimento de saberes irreductibles. Más que su transmisión oral, al autor le interesa su reapropiación escrita por músicos individuales que, a suficiente distancia de su amalgamada raíz común, reinterpretan hoy su legado para generar una nueva forma de identidad y resistencia sociales. Tal es, quizás, la mayor paradoja que encierra el libro. Lúcidamente nos recuerda que «sólo en la pérdida de la tradición podemos asumirla como algo productivo que cuestiona el presente que la supera». Pero apenas examina hasta qué punto esa conciencia de la «productividad» de la tradición -que pasa por alto la responsabilidad de la cultura popular en la destrucción de su propio mundo- es un gesto inequívocamente moderno. Como lo es también la antimodernidad, con la que, ciertamente, no se identifica este ensayo, pero de la que no puede escapar. No se trataría de sortear sino de indagar sus filiaciones: no solo las diferencias explícitas con los oficialistas usos exóticos de lo folclórico, sino también las afinidades implícitas con otros discursos aquí omitidos como el del Mairena machadiano para quien el folclore era «cultura viva y creadora»; o el más antipático de una larga nómina de escritores antimodernos, inexactamente conservadores, que, ya hace más de un siglo también enfrentaban la humildad de los saberes populares a la arrolladora razón plana del mercado. Finalmente, queda sin plantear la cuestión de quién puede o debe ser -y cómo- sujeto de esa tercera voz liberadora, si convenimos en que el sentido que ella ilumina muchos lo «tienen en común sin que lo sepan». O quién puede o debe interpretarla por ellos. Lejos de esas pretensiones hermenéuticas, la delicada escritura de Fruela Fernández, termina por hacernos partícipes de aquello que la mueve: una mirada y una escucha atentas a las presencias, por lugares olvidados -sean Llaviana, Pollença o Paleokastritsa- de un «mínimo común», como trozos de un futuro prematuramente descartado.

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