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Ferlosio y el extraño próximo

Un libro póstumo del autor de El Jarama recopila algunos de sus mejores escritos sobre animales y hombres

Ferlosio y el extraño próximo

Ya se sabe que un libro casi nunca responde a los designios de quien escribe sus páginas y menos cuando se trata de una compilación. La obra que acaba de salir a la luz, pocos meses después de la muerte de su autor, Rafael Sánchez Ferlosio, es un caso diferente, pues éste participó en la génesis y desarrollo de la recopilación que ha llevado a término Ignacio Echevarría. Nos dice Echevarría en su prólogo que el proyecto inicial de Ferlosio fue un libro con textos e ilustraciones, al modo de ciertos volúmenes que estimaba mucho, como la Vida de los animales de Alfred Brehm. En las antípodas de la ideologización infantiloide propia de la zoología antropomórfica de Walt Disney, que Ferlosio consideraba una catástrofe estética y moral, el proyecto inicial, titulado, en referencia a su esposa, Un zoo para Demetria, y alimentado por lecturas y escrituras compartidas con sus hijas y su nieta, parece haber quedado irremediablemente lejos del libro final, que el propio autor bautizó sobriamente De algunos animales.

Espigados de entre diferentes obras, los textos que aquí se incluyen distan de constituir en rigor un bestiario, como anuncia el subtítulo. Sólo responden a él los pasajes de Alfanhuí, más una feliz descripción del jilguerotauro de Coria -con sus «astas de cañón de pluma»- y el extraordinario apéndice con las figuras de animales fantásticos primorosamente dibujadas y comentadas por Ferlosio para su nieta. Estas láminas de la «ferocísima Tifra» o el apático «Dapno inmóvil», descubiertas poco antes de que el texto entrase en imprenta; la división en partes según especies diferentes («Perros y gatos», «Lobos y corderos», «Grandes felinos», etc.); las oníricas ilustraciones decimonónicas de Brehm; y hasta la solidez y coloración del papel, oloroso como los libros escolares, contribuyen a la tonalidad efectivamente fantástica, lúdicamente seria y cabalmente infantil que envuelve al libro. El objeto físico es una notable mejora en comparación con los gruesos volúmenes de ensayos que el propio Echevarría se ha encargado de recopilar para Debate, y cuya magnifica edición resulta importunada por el formato de mamotretos intratables, que podría parecer tan poco apropiado para leer la prosa que encierran como el formato de litrona para beber ambrosía.

Pero el interés y aún más el goce sensitivo e intelectual (siempre inseparables en Ferlosio) de este libro, no reside tanto en su cuidada factura como en su invitación a redescubrir en la mirada humana hacia y desde la mirada animal un motivo central de su escritura. Ferlosio ha explorado desde sus primeros ensayos esa zona de intercambio entre hombre y animal en la que siempre se pasa algo del uno al otro. Ya al traducir y comentar en los años setenta los escritos de Itard acerca del niño bravío de Aveyron diseccionó las afinidades entre lo animal y lo humano y el modo en que configuran el mundo de la infancia. En un magnífico pasaje de su primer texto publicado, «Personas y animales en una fiesta de bautizo», delante de unos monos en su jaula, el escritor atribuye la inclinación a ridiculizar al chimpancé, vistiéndolo de hombre, al miedo que despierta su extraña proximidad: el «testimonio fronterizo», por el que uno teme descubrirse más otro de lo que pensaba. Ese miedo se troca con frecuencia en crimen, como la cacería, cuya brutalidad rural Ferlosio describe y denuncia de forma minuciosa, y a cuya víctima por excelencia, el lobo, dedica páginas admirativas y admirables.

Algunos poemas sobrios se intercalan en estas prosas heterogéneas, que alternan el relato realista o fantástico, la anécdota personal, la digresión recreativa, la epístola familiar, la seriedad del naturalista o el informe histórico. A este último género pertenecen algunas de las páginas más descarnadas, extraídas de Esas Indias equivocadas y malditas, donde se da precisa cuenta del aperreamiento de los indios, práctica habitual de los conquistadores para apresar o destrozar con canes a los indígenas huidos.

En estos tiempos de ahuecada defensa del pasado imperial es seguro que ningún apologeta se atreverá a afear, si es capaz de leerlas, páginas tan poco patrióticas. Y es que Ferlosio goza de un raro prestigio público, más que celebridad, que oscila entre el silencio respetuoso de los probables enemigos y la tendencia a sacarlo en procesión por quienes gustan de hacer notar que han compartido tertulia con el maestro, como si eso bastara para emparejarse con su escritura y pensamiento. Ni el quintacolumnista más aguerrido ni el publicista más ágrafo pueden sustraerse al respeto que despierta el largo e hipotáctico aliento de una escritura desconfiada de las certidumbres y merodeadora como un gato.

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