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Estética e ideología del cine

Imagen de El gran dictador de Chaplin. información

La obra de Lukács es conocida especialmente por su contribución al marxismo. Participó en la fundación del Teatro Talía con su compatriota Béla Balázs, crítico y teórico de cine que ejercería una influencia destacable en su propio pensamiento cinematográfico. La estética del cine de Lukács, situada entre el formalismo de Balázs y el realismo de Kracauer, inspiró a autores como Guy Debord ( La sociedad del espectáculo) o Guido Aristarco.

Más allá de su dimensión informativa y mercantalista, Lukács estaba convencido de que el cine había traído consigo una nueva belleza y un nuevo modo de ver el mundo que habría de ser analizado desde una perspectiva puramente estética. La excesiva presencia de la «semántica tecnicista», a juicio del filósofo, acaba diluyendo el prisma estético con que ha de pensarse el cine. El propio Lukács recordaría poco antes de su muerte en una entrevista, su aspiración juvenil a crear, junto a Ernst Bloch, «una asociación para hacer realidad las aún latentes posibilidades artísticas del cine». El cine sería así un arte privilegiado para educar la sensibilidad del espectador, que permite realizar los pensamientos y los sueños que crea la imaginación. El filósofo también cuestiona la entronización del gusto subjetivo como único criterio válido para analizar el valor de una película. Desde su prisma marxista, Lukács sugiere que ese gusto coincidente y hegemónico en el cine como arte popular de masas es en realidad inducido por la industria capitalista.

En su primer texto dedicado al nuevo arte, Reflexiones sobre una estética del cine (1913), Lukács sostiene que su característica esencial es el movimiento, lo cual supone la ausencia de cualquier «situación presente», devorada por el devenir fílmico. No se trata de un defecto, sino de su «límite», que define como principium stilisationis. Lo que el cine aporta es una nueva dimensión de la vida y de la naturaleza: «una vida sin presente, una vida sin fatalidad, sin bases, sin motivos (?) una vida sin alma, de superficie simple». Suplantando la «realidad» por la «posibilidad», el cine trae un «mundo nuevo» hecho a partir de «una sugestiva unión entre la realidad rigurosa y fiel a la naturaleza y extrema fantasía». Esta ambigüedad ontológica entre lo real y lo imaginario es uno de los rasgos esenciales que definen al cine.

La estética del cine se despliega en Lukács a partir de una serie de conceptos que desarrolla, fundamentalmente, en su ensayo El film (1963). El cine supone un «doble reflejo»: en primer lugar, actúa como un «reflejo antropomorfizador» del mundo a partir de nuestra propia sensibilidad para elegir, por ejemplo, un encuadre desde el que filmar; pero, al mismo tiempo, el cine implica también una «desantropomorfización» en tanto que dispositivo técnico que suministra un registro mecánico de la realidad, que trasciende la propia subjetividad de la mirada, al proyectar y editar lo filmado. Si bien esta dualidad está presente en la creación cinematográfica, en el caso de la recepción estética, el espectador generaría también un proceso de «reantropormofización» cuando lo contemplado suscita una «evocación», donde el mundo proyectado puede llegar a conmovernos, influyendo sobre nuestros propios recuerdos y deseos.

En muchas ocasiones, estas huellas o resonancias afectivas que la película imprime en la mente del espectador se producen a partir de lo que el filósofo denomina «unidad tonal emocional». Cada película posee su propia tesitura estética, desencadenada, entre otros factores, por la atmósfera visual y sonora, provocando una respuesta emocional en el espectador. Lukács señala varios ejemplos para ilustrar esta idea. En la célebre secuencia de la escalinata de Odesa de la película El acorazado Potemkin, Eisenstein crea esa unidad tonal emocional recurriendo al contraste tonal alcanzado por el montaje, el ritmo, la velocidad o la dialéctica visual entre las partes y el todo. Una película como El gran dictador tendría, según Lukács, distintos tonos emocionales que Chaplin supo ensamblar de un modo armónico: desde la cómica secuencia en la que el barbero afeita a un hombre con la melodía y ritmo de una Marcha húngara de Brahms hasta el discurso humanista y pacifista del final.

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