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Economía de la atención

Internet no es libre, ni abierta, ni democrática, pero resulta difícil cuestionarla bajo sus adictivos efectos

Marta Peirano. youtube

Engagement es uno de los términos con mayor peso en el libro de Marta Peirano. Un anglicismo sin una traducción exacta al castellano, pero cuya transcripción literal, «compromiso para el matrimonio», cobra especial significado cuando se nos explica que es una de las máximas de la industria de Internet.

Como argumenta la autora, Facebook, Google, Apple, Amazon, y las demás empresas que dominan el sector, no se adueñaron de la nube para ofrecernos una vida mejor. Su objetivo primordial no es mantenernos actualizados, conectarnos con nuestros seres queridos, u optimizar nuestros modelos de trabajo. Están aquí para que firmemos un contrato, el contrato de la dependencia. Es lo que Peirano describe como la economía de la atención. Una gigantesca rueda que comienza con un simple gesto, sencillo y monótono, como el desplazar un dedo hacia arriba o hacia abajo sobre la pantalla, que, al repetirse hasta la saciedad, se convierte en algo más sustancial que un hábito, en una adicción. La dopamina que necesita nuestro cerebro cada vez que tiene mono de Instagram, Whatsapp, Twitter o cualquier otra aplicación online. El engagement es la cumbre de la felicidad, estratégicamente sumergida entre los algoritmos de adicción diseñados por estas grandes empresas. Pero es también la puerta de entrada a nuestro día a día, extraído en forma de datos cada vez que interactuamos con estas plataformas y ofrecemos nuestras opiniones, nuestra localización, nuestras cuentas de correo, etc.

Tampoco es, ni mucho menos, la única palabra inquietante que nutre el texto en cuestión, y la historia de poder de Internet. Pull and Back, Dark Design, y otras tácticas opacas concebidas por las mentes pensantes de Silicon Valley, van configurando el recorrido de luces y sombras propuesto por Peirano. Desde la creación de la web, bajo el paraguas de la financiación militar y la Guerra Fría en los años 60/70, pasando por la década de los 90, cuando ciertos atisbos de revolución digital esperanzaban a la comunidad en red, hasta el día de hoy: un paisaje cáustico de manipulación y de espionaje a través de los datos, digno de las distopías de Orwell o Huxley.

¿Suena duro? Peirano lo expone sin medias tintas: la vigilancia que se ejerce sobre el individuo, a día de hoy y a través de la tecnología en red, no tiene precedentes. La más simple de las teleoperadoras, puede analizar, en intervalos de cinco segundos y a través de nuestros dispositivos móviles, cada uno de nuestros movimientos cotidianos. Imaginen lo que puede hacer (y hace) con esta información, la agencia Nacional de Seguridad estadounidense (la NSA) cuando se confabula con gigantes como Apple, Google y Facebook, para saltarse todas las leyes y protocolos de protección de datos del planeta. Si algunas regiones, como Europa, intentan ofrecer resistencia a estas estructuras de poder, mediante normativas de protección de datos como la General Data Protection Regulation (implantada en 2016, para obligar a obtener el consentimiento de los usuarios europeos en el traspaso de sus datos). Otras en cambio, como la República Popular China, hacen de estas estrategias de control su modo de vida: A partir del próximo 2020, el país chino implantará un sistema de crédito social (de nombre Sesame Credit), para puntuar las acciones de sus ciudadanos. Robar, saltarse un semáforo, manifestarse o reunirse con intenciones sindicales (incluso, hacer trampas en los videojuegos), bajarán el crédito de los conciudadanos y, con ello, sus posibilidades de coger el tren, acudir a un concierto o tener acceso a mejores alquileres.

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