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Metafísica del juguete

Imágenes de la cuarta entrega de Toy story.

La saga Toy story está atravesada de reflexiones filosóficas. Comenzando con su mismo planteamiento, basado en la idea de que los juguetes cobran vida cuando dejamos de mirarlos. Junto a sus divertidas y emocionantes aventuras, hemos asistido también en estos años a la odisea existencial de sus protagonistas.

En la primera película ( Toy story, 1995), la llegada de Buzz Lightyear al cuarto de Andy trajo consigo la angustia metafísica del personaje. Los demás juguetes tienen miedo a ser reemplazados por el deslumbrante astronauta. Mientras que el resto de sus compañeros de cuarto, con Woody a la cabeza, asumen, de modo irónico y pragmático, su condición ontológica de juguete, Buzz se rebela y no acepta su existencia en tanto que objeto lúdico. Buzz está convencido de ser un astronauta capaz de liberar a la galaxia del mal, siempre dispuesto a cumplir sus misiones intergalácticas, hasta el infinito y más allá. Buzz experimenta un sentimiento de alienación existencial que le impide reconocerse en un ser que ya no percibe como propio. En el fondo, la aceptación de ser un juguete supone asumir la mortalidad y renunciar a su singularidad y excepcionalidad casi divina de héroe.

Buzz no es más que un ejemplar entre miles de un mismo modelo industrial, como tendrá ocasión de averiguar el intrépido astronauta en la segunda parte ( Toy story 2; John Lasseter, Ash Brannon, Lee Unkrich, 1999). Descubre así Buzz que no es un ser único y especial: no es más que un objeto reemplazable y prescindible, una vez que su dueño se haya cansado de jugar con él. O bien porque su dueño se haya hecho mayor, que es lo que sucede en la tercera entrega de Toy story, cuando Andy se marcha a la universidad y los juguetes Se plantean el dilema de tener que decidir entre dos destinos posibles: o quedar abandonados en el desván, guardando así la fidelidad al niño que jugó con ellos, o bien ser donados a una escuela infantil para que otros niños y niñas puedan disfrutarlos. En Toy story 3 (Lee Unkrich, 2010) los juguetes se convierten en testigos del paso del tiempo en la vida de Andy, que es quien había dotado de sentido a la existencia de Woody y compañía, jugando e imaginando historias protagonizadas por ellos. Sin embargo, mientras el transcurso del tiempo conduce inexorablemente a Andy al abandono de su propia infancia, sus juguetes permanecen inmutables, atrapados en la nostalgia de aquellos tiempos felices.

En la, hasta ahora, última entrega de la saga ( Toy story 4; Josh Cooley, 2019) se desliza una inédita duda metafísica que tiene que ver con lo que significa ser un juguete frente a otro tipo de objetos ¿Qué es lo que hace que un juguete sea un juguete? ¿Cómo puede un simple objeto llegar a convertirse en un juguete? ¿Hasta qué punto una serie de materiales reciclados pueden transformarse en un juguete? Hace apenas un siglo Marcel Duchamp revolucionó el arte con la transformación de un simple urinario en una obra de arte (¿o fue realmente Elsa von Freytag-Loringhoven, como sostiene Siri Hustvedt en su última novela Recuerdos del futuro?). Sea como sea, la lección vanguardista y wittgensteiniana («No preguntes por su significado, pregunta por su uso») parece introducirse en Toy story 4, cuando un simple objeto reciclado (Forky), que elabora azarosamente Bonnie, acaba siendo un juguete a ojos de la niña. Sin embargo, Forky tampoco sabe quién es; el abismo existencial que experimenta es consecuencia de su negativa a considerarse un juguete cuando realmente está compuesto de objetos desechables como un tenedor de plástico. Asoman también en esta última entrega otras ideas sugerentes como el descubrimiento de la conciencia interior del juguete (con la peculiar interpretación de Buzz) o la posibilidad de elegir el camino de la libertad, algo que podría abrir la puerta a una futura continuación.

Más allá de estas derivadas metafísicas de Toy story, planea sobre la tetralogía de Pixar una reflexión filosófica en torno a la percepción de las cosas en el cine. En el cine los espectadores, alejados de la visión instrumental y mercantilista de los objetos, nos entregamos a una contemplación expresiva y afectiva de las cosas. En la pantalla las imágenes de las cosas se liberan de la carga instrumental, adquiriendo una levedad poética ante la mirada. Al abolir la realidad funcional de los objetos, estos cobran un valor inesperado. El cine, como el juego, tiene la facultad de restituir la vida de las cosas. Los niños cuando juegan convierten los objetos inertes en cosas vivas.

No sé si Toy story es una película para adultos. Yo la descubrí con asombro en una sala de cine cuando, como Andy, acababa de marcharme de casa. Lo que sí sé es que ahora mi hijo de once años y yo coincidimos en considerar esta última entrega como la mejor de la tetralogía. Aunque eso sí, con permiso de la tercera.

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