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Distancia y defensa de la historia

José Luis Villacañas publica un ensayo sobre los usos de la historia centrado en una crítica implacable del libro Imperiofobia

Distancia y defensa de la historia

Hace tres años irrumpió en el mercado editorial un librote firmado por Elvira Roca Barea, que, bajo el título de Imperiofobia, se presentaba como una defensa de la nación española desde el elogio de su historia imperial. La obra fue pronto saludada por periodistas y celebrities como una nueva «inyección de autoestima» historiográfica, obviando que buena parte de su contenido recalentaba un viejo recetario apologético, obsesionado con el mito de la leyenda negra y atravesado por tópicos que se remontan, como poco, a inicios del siglo pasado. Ante el silencio de los historiadores profesionales, atacados con desparpajo por una autora diestra en rentabilizar la cantinela de un polivalente «yo acuso», el filósofo José Luis Villacañas ha publicado otro libro que, desde su título, Imperiofilia, responde a cada una de las páginas de este best-seller de más de veinte ediciones, desmontando y desenmascarando sus argumentos, objetivos, métodos, presupuestos ideológicos y flaquezas epistemológicas. Con urgencia, sin rodeos ni atajos, pero siguiendo las desusadas reglas de una batalla intelectual que hace del rigor crítico exigencia cívica, el objetivo de su autor, además de la refutación, es, sobre todo, la comprensión: entender el éxito del libro como síntoma de arraigadas patologías intelectuales y sesgadas formas de entender nuestra relación con la historia, sea desde el centro o desde la periferia, alentadas por la brutalidad de unas élites oportunistas. Se trata de evitar que el exitoso artefacto editorial, además de síntoma, se convierta en un factor que consolide en nuestros pagos el particular teatro de la memoria levantado por el nuevo fascismo internacional para asaltar una hegemonía ideológica con la que hasta hace poco soñaba el populismo de izquierdas.

Hace mucho que el profesor Villacañas viene dedicando buena parte de su oficio filosófico a reescribir la historia más desatendida del pensamiento político español, siempre en diálogo con el europeo, explorando las estructuras, esquemas y herencias del pasado, que mueven las disposiciones e indisposiciones del presente. Basta considerar su Historia del poder político en España, su monumental trabajo sobre el nacimiento de la Reforma, o su muy anterior estudio sobre Ramiro de Maeztu -mentor omitido e incomprendido por la actual cháchara imperiofílica- para entender la diferencia entre el cosmos ético e intelectual de Villacañas y el caos moralizante de Roca Barea. El libro del primero analiza los supuestos teóricos e historiográficos de Imperiofobia, encarnados en una pertinaz «leyenda negra» que aún explicaría el supuesto odio de los españoles hacia su propia historia, muñido por renegados al servicio de intereses extranjeros. Tales tesis suscriben con nula originalidad la polaridad metafísica entre un sujeto católico, identificado con el sujeto español, y un sujeto protestante identificado a bulto con el Imperio inglés, Alemania, la Ilustración y, en general, los enemigos del imperio hispano, revueltos bajo la siniestra sábana de una fantasmagórica Europa.

Cierto tradicionalismo mantuvo intacto este esquema durante más de un siglo y el filósofo Gustavo Bueno y su escuela lo reactivaron sin éxito a comienzos del actual, revistiendo de symploké filosófica una complexio oppositorum ideológica, a la que aspiraban a convertir en doctrina de Estado. Que esta cadena de equivalencias haya prosperado, con menos sofisticación terminológica, en folletines de propaganda e historietas divulgativas justifica el concepto de «populismo intelectual» que Villacañas emplea al recusar punto por punto la alabanza del imperio como esa estructura generadora de riqueza y convivencia, que, para Roca Barea, como para los becarios de Steve Bannon, uniría el destino de la grandeza cristiana y antieuropea de España con el de Rusia y Estados Unidos (no así Inglaterra ni el Islam, cuyos imperios resultarían antipáticas excepciones).

Imperiofilia demuestra reiteradamente la pobreza documental, la importación de citas de internet, el batiburrillo de sentencias tajantes, argumentos sincopados y medias verdades, que sostienen a Imperiofobia. Sus mejores páginas analizan el efecto de la Inquisición y el sentido de la Ilustración española y del imperio americano: escollos intelectuales no sólo de Imperiofobia, sino también de académicos subvencionados para demostrar que lo poco de bueno que aportó la modernidad al mundo ya fue anticipado por la discreta inteligencia jesuita. O que la expulsión de los judíos españoles fue una demostración de rechazo al antisemitismo, vicio moderno que, identificado con el antisionismo, sería un producto del luteranismo y la Ilustración, antecesores, ya se sabe, del nazismo. La potencia filosófica del libro logra que el lector finalmente olvide filias y fobias, contagiándole el profundo afecto casi cervantino del autor hacia las circunstancias más contradictorias y los personajes más olvidados de nuestra historia.

La defensa y alabanza de ésta que José Luis Villacañas expone en su conclusión invitan a reflexionar sobre cómo «conocer el pasado y tenerlo a la vista a la distancia adecuada». El esfuerzo que eso implica, y que la melancólica invocación a la «leyenda negra» desprecia, es sólo comparable al de mantener la serena mirada escéptica y aun irónica en medio de los combates por la historia.

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