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Tras tanto andar rimando

El poeta Joaquín Juan Penalva, en una imagen de archivo en el Instituto Gil-Albert.

En el desenfadado prólogo que acompaña a Todas las batallas perdidas, donde Joaquín Juan Penalva (Novelda, 1976) transita por los accidentados parajes de la autoficción, se afirma que el presente libro bien podría leerse como la cara B de Anfitriones de una derrota infinita (2015). De hecho, esta nueva entrega obedece al mismo impulso de escritura y a la misma cronología, pues responde a un ciclo creativo que el autor da por clausurado en torno a 2010. Dividido externamente en cinco secciones ( La soledad, El invierno, La caída, El viaje y The end), en Todas las batallas perdidas asistimos a la crónica de un sujeto que se define tanto por su peripecia vital como por su experiencia estética. Estamos así ante una suerte de autobiografía intelectual que se nutre de retablos históricos, teselas literarias y muchos (muchísimos) guiños cinéfilos. Siguiendo el eco fílmico de Babilonia, mon amour y La tristeza de los sabios, el espectador avezado detectará homenajes explícitos o implícitos a Hook, Toy story, El mayor espectáculo del mundo, Los demonios de la noche, El león en invierno, la Roma de Adolfo Aristarain, El sueño eterno, Lo que queda del día, Cayo Largo, El sur, Salomón y la reina de Saba, La insoportable levedad del ser, Amadeus o Raíces profundas. Sin embargo, todo ese aquelarre intermedial e intertextual -buena parte de las películas citadas son adaptaciones de obras narrativas- sirve a un propósito particular. Tan lejos de la viñeta culturalista como de la reflexión metadiscursiva, estas referencias se engastan en composiciones que funcionan como fábulas sin animales o que se elevan en correlato objetivo de alguna vivencia personal, ya sea la paternidad en Toy tale, la evocación de la infancia en Llega el circo a la ciudad... o la oda a la amistad en Epístola moral de Salieri, cuyo título también remite a los tercetos del capitán Fernández de Andrada.

Más que en sus anteriores entregas, en este libro se aprecia un territorio híbrido donde coexisten una dicción de línea clara, una iconografía pop y una cosmovisión barroca. En efecto, el poeta es capaz de reubicar el ubi sunt en un parque de atracciones («¿Qué fue de Batman? / ¿Dónde está Superman?»), escribir un poema de amor a partir del cancionero italiano de los años sesenta y asumir la melancólica sentenciosidad del western o la ambigüedad moral del cine negro. Incluso los textos más declaradamente confesionales ( El libro blanco, Madrid periferia, Amigo Karmelo, Ahora que tengo 30 años, El último libro o Victorias pequeñas) dotan a la anécdota concreta de una aureola mitológica que engrandece las victorias pírricas y las inmensas derrotas que habitan estas páginas. Reaparece, en consecuencia, la épica del desengaño que Joaquín Juan Penalva ha convertido en su seña de identidad más reconocible: «Así he sido yo, / afortunado en lo pequeño, / en lo cotidiano, / en lo que nunca / me ha importado / un bledo... // desafortunado en lo demás», leemos en unos versos que nos retrotraen al Luis Rosales que aseguraba que «jamás me he equivocado en nada, / sino en las cosas que yo más quería». Con un pie en el altivo estoicismo de Aldana y el otro en el realismo coloquial de Karmelo C. Iribarren, Todas las batallas perdidas confirma la singularidad de su artífice y nos deja con ganas de más. No deberíamos pedirle otra cosa a la poesía (ni a la vida).

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