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La disciplina del tiempo

Alan Lightman rastrea en Los sueños de Einstein modelos de mundos en treinta estampas

Alan Lightman.

En un hipotético Museo Antológico del Tiempo, en la sección dedicada a las Letras y las Artes, tendría acomodo Watchmen, de Alan Moore y David Gibbons, en especial su prodigioso capítulo cuarto, «Relojero», donde se cuenta la historia del Doctor Manhattan. Junto a este himalaya del cómic habría sitio para La jetée, la obra maestra de Chris Marker, ejemplares de las novelas de David Mitchell y una instalación permanente de 24 Hour Psycho, de Douglas Gordon. La colección incluiría poemas de Borges y películas de Greenaway, y aunque el elenco de obras se extendiera a lo largo de multitud de salas, en todas ellas se ocultaría, como una sombra tutelar, la huella de un texto seguramente incomprensible para la mayoría de artistas y escritores allí celebrados.

En 1905, mientras trabajaba en la Oficina de Patentes de Berna, un ignorado físico de 26 años redactó un artículo titulado Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento. En dicho artículo, Einstein formuló la teoría de la relatividad especial, preparó el camino para la revolución definitiva que diez años más tarde completaría con la teoría de la relatividad general y procuró un sesgo novedoso a la percepción que la humanidad tendría desde entonces de los conceptos de espacio y tiempo. Einstein había abierto una sima en la autorrepresentación de nuestra especie y del cosmos. El camino de reescritura iniciado por Darwin y continuado por Marx, Nietzsche y Freud alcanzó un horizonte inesperado. Nada ha vuelto a ser igual después de 1905.

La imagen de ese joven físico que aprieta entre sus manos un texto llamado a cambiar la historia de la humanidad mientras, exhausto, se derrumba sobre la mesa de su despacho de la Oficina de Patentes de Berna, es el punto de partida que Alan Lightman emplea para introducirnos en Los sueños de Einstein, un libro que se lee como un compendio de las diversas posibilidades que las intuiciones del genio abrieron al imaginario no sólo de su disciplina y, por extensión de la comunidad científica, sino del trabajo poético, filosófico y artístico.

Lo que Lightman rastrea, en treinta breves estampas, son otros tantos modelos de mundos que Einstein podría haber soñado en función del tiempo que en ellos rigiera. Porque el tiempo, después de 1905, ya no será esa cuerda severa que arrastra un antes, un ahora y un después, sino que abrirá su paleta a la posibilidad de universos que discurren en paralelo, universos en los que el tiempo no es una magnitud sino una cualidad, universos en los que el futuro no existe y el pasado no está fijado, universos en los que el tiempo cambia en función del lugar que el observador ocupe en el espacio. A esta desbordante y fecunda progenie, aún hoy no agotada en sus representaciones, se abre el delicado juguete narrativo de Lightman. Pocas veces el lector habrá viajado a lugares tan insólitos sin necesidad de abandonar las paredes de su dormitorio ni de renunciar al exquisito trabajo de la razón científica.

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