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Contra el bipartidismo (poético)

Daniel Rodríguez Moya, Fernando Valverde, Raquel Lanseros y Adonis en 2012.

Metidos en campaña electoral, cuando todos los partidos (incluso aquellos que atávicamente se han turnado en el poder) despotrican contra el bipartidismo, no está de más recordar que la poesía española del último siglo también se ha caracterizado por oponer dos frentes líricos, a veces por pura inercia maniquea y otras veces por esa suerte de impronta cainita que nos define como comunidad y como individuos.

Así, el 27 alimentó su propia dialéctica en forma de pureza versus compromiso: los poetas torremarfileños, aislados del mundanal ruido, se batían el cobre contra los vates oraculares embutidos en un mono azul y dispuestos a reivindicar una escritura manchada con todas las impurezas de la realidad. Al filo del medio siglo, la civilizada polémica acerca de la función de la lírica (entendida como comunicación o como conocimiento) terminó provocando un debate fieramente humano sobre las servidumbres socialrealistas. Años después, las huestes del 68, venidas a arrasar el solar literario como el caballo de Atila, se toparon con la resistencia numantina de, entre otros, los miembros del leonés Equipo Claraboya. Por boca del portavoz apócrifo Sabino Ordás, estos últimos acuñaron la dicotomía entre los «poetas del sándalo» y los «poetas de la berza»; esto es, los venecianos fluviales y los marxistas de secano. Cuando la Transición daba las boqueadas, surgieron dos nuevos bloques llamados a reemplazar a los anteriores: la poesía de la experiencia, mucho más heterogénea de lo que sus detractores postulaban, se las había con un contingente nebuloso rotulado como «poesía metafísica», auténtico cajón de sastre donde cabía todo aquel atrezo que no incluyera semáforos y taxis, complicidades amatorias y noches en blanco. Una vez demostrada la escasa rentabilidad de esa oposición, hubo que buscarles nuevos enemigos a los experienciales, y para ello se habilitó una «poesía de la diferencia» cuya principal diferencia con respecto a la tendencia hegemónica era la invisibilidad editorial de sus integrantes. Ya avecinados al siglo XXI, la pugna entre los nuevos simbolistas y los realistas posmodernos impidió que la sangre llegara al río, pero sirvió para certificar que esto de las musas siempre fue cosa de dos.

Parecía que en la segunda década del tercer milenio nos habíamos vacunado contra el síndrome de Jano, pero corremos el riesgo de volver a las andadas. Sin embargo, la peculiaridad reside en que ahora la polémica no viene servida por un contingente lírico ancho y ajeno, sino por una corriente crítica que quisiera destacar a un grupo de autores -los agremiados en torno a la antología panhispánica Poetas ante la incertidumbre- por la vía de enfrentarlos a los demás. Para que la operación tenga visos de prosperar, habría que omitir algunas cuestiones aritméticas, como que los españoles inciertos son tres (Fernando Valverde, Raquel Lanseros y Daniel Rodríguez Moya), y que asumir generalizaciones de difícil digestión, como la de que el resto del panorama poético es estéticamente homologable y uniformemente fragmentario. Con respecto a lo segundo, basta con hojear sus libros para comprobar que Alberto Santamaría y Juan Manuel Romero, Ana Gorría y Erika Martínez, Mariano Peyrou y Josep M. Rodríguez distan de compartir un proyecto no ya común, sino ni siquiera semejante. Por una vez, quizá convendría no ponerle puertas al campo y dejar que pazcan en él los plácidamente neofigurativos y los rabiosamente posmodernos, los urbanitas y los neorrurales, los muy discursivos y los algo fragmentarios. Frente a la divisa «divide y vencerás», uno prefiere el lema «suma y sigue».

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