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La tragedia de la política, 100 años después

A un año del centenario de la muerte de Max Weber, su implacable análisis de la profesión política sigue interpelándonos

La tragedia de la política, 100 años después

En el mes de marzo de hace ahora justo un siglo, Max Weber entregaba a la imprenta su ensayo La política como profesión, que reproducía en extenso una conferencia del mismo título impartida ante la Asociación de Estudiantes Libres de Múnich. Dos años antes, en plena Gran Guerra, la misma asociación le invitó a otra conferencia, La ciencia como profesión, que publicó también en 1919. Esta última despertó una extensa polémica que sobrevivió varios años a su autor, entre otras razones porque destruía las falacias de esa germánica supeditación de la ciencia a la vida, nutriente de muchas de las pulsiones políticas e impolíticas que allanaron el camino ideológico hacia la siguiente guerra. Pero si de aquellos dos textos de intervención el que se refiere al trabajo del político sigue hoy, cien años después, despertando admiración y no poca incomodidad, probablemente sea por la actualidad de sus argumentos.

Recién reincorporado a la Universidad y casi terminadas sus relaciones con el nuevo Partido Demócrata, tras ser rechazada su candidatura a la asamblea constituyente, Weber era a sus cincuenta y cinco años uno de los pensadores más prestigiosos de Alemania. Sociólogo de primer orden, sólo comparable entonces a Simmel, jurista, politólogo y en buena medida filósofo, se había convertido, desde sus años en Heidelberg, en centro atractor de la vida intelectual de su tiempo; y ello a pesar de una salud mental extremadamente quebradiza, a cuya terapia el genio de Karl Jaspers tuvo que entregarse a fondo. Las razones de su compromiso con la actividad política durante la guerra y el inicio de la República de Weimar se resumen en esta meditada conferencia, ante unos estudiantes, que, sin duda quedarían perplejos ante la mezcla de vehemencia, erudición y aspereza con la que expuso las líneas maestras del ethos del político. A contrapelo de los discursos movilizadores dominantes, Weber comenzó su alocución desgranando las célebres tres formas de legitimar la dominación política, o lo que es lo mismo, el poder del Estado: costumbre, carisma y legalidad racional, que son otras tres formas de justificar la profesión política.

Joaquín Abellán, responsable de esta recomendable edición comentada del texto, traduce, de manera razonada, aunque cuestionable, el término Beruf por «profesión», en lugar de «vocación», como hiciera Rubio Llorente. Pero le concede este último sentido al dejar la expresión original alemana precisamente cuando el autor describe las cualidades del hombre que «puede tener Beruf para la política». Entre tales cualidades destacan dos contradictorias: la distancia, como «la capacidad de dejar que la realidad actúe sobre sí mismo con serenidad y recogimiento interior», y la pasión como la «entrega a una causa, al dios o al demonio que la gobierna». La evidente tensión trágica entre ambas se refleja en el estilo de un discurso, que insiste, sin melancolía, en la idea de que hacer política es pactar con «los poderes diabólicos». Lejos, por eso, de entonar las usuales quejas contra el sistema de partidos o contra el poder carismático, Weber entiende que en las formas modernas de ordenación estatal y urbana no hay un sistema más adecuado y advierte contra las concepciones sagradas y revolucionarias de lo político, fuera de las estructuras del Estado y el derecho, inevitablemente violentas.

A pocos meses del Tratado de Versalles, Weber rechaza el uso de la moral como argumento para destruir definitivamente al enemigo. Pero sobre todo teme la deriva apocalíptica, el redentarismo destructor de quienes, pacifistas o militaristas, «invocan la violencia última que traería la destrucción de oda violencia». Desde esa perspectiva, evitar que la política cayera en manos de los profetas de esa «violencia última» exigía distinguir con precisión, para articularlas con audacia, la dominante ética de la convicción, cegada por los principios, y la frágil ética de la responsabilidad, atenta a las consecuencias. Mantener esta última era entender la naturaleza trágica de la «profesión» política: ser capaz de «mirar sin reservas las realidades de la vida, para estar a su altura» con el suficiente heroísmo como para seguir afirmando: «a pesar de todo». Antes de finalizar, emplazó retadoramente a su auditorio a reunirse diez años más tarde y comprobar qué había sido de sus revolucionarias convicciones. Pero Weber murió al poco, en 1920. No pudo comprobar hasta qué punto, en esa «noche polar de una dureza y una oscuridad glacial» que había vaticinado, la irracionalidad ética del mundo resultaría insoportable hasta para la mirada más heroica.

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