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Una de piratas

El discreto género del «cine de piratas» -en comparación con otras modalidades de mayor caudal fílmico- naufragó a finales de la década de 1950 y se hundió en las profundidades del mar en blanco y negro, junto al capitán Blood y John Silver, o en los arrecifes policromos del tecnicolor, al lado de las calaveras de Barbanegra y la «mujer pirata». Unos pecios en cuyos cofres, cubiertos de musgos y caracolas, duerme el tesoro de la aventura.

La aventura por excelencia, la más perfecta y absoluta, es, según dijo Fernando Savater, la marina, y el escenario del océano, añade un servidor, el que otorga infalible relevancia a los riesgos y peligros que afrontan los humanos para semejarse a los dioses. El rescate del género, que lo intentó sin mucho éxito Roman Polanski en Piratas (1986), ha tenido mayor fortuna, recientemente, gracias a la franquicia de Piratas del Caribe, poniendo de manifiesto la necesidad que tienen los géneros clásicos de adaptarse a los gustos del público actual. Convengamos, en este sentido, que la aparición de corsarios anfibios -mitad calamar, mitad humanos- o de una caterva de zombis de las profundidades, fue un acierto junto a la resurrección de un nuevo John Silver, ambiguamente entreverado de atractiva maldad, en la figura de Jack Sparrow (alias Johnny Depp). Las dosis infalibles de trepidante acción y efectos especiales, que ya no pueden faltar ni en las versiones de los cuentos de Andersen, han hecho el resto para sacar a la superficie, no sabemos hasta cuando, las películas de piratas, corsarios y filibusteros.

No obstante esta saludable inyección a la modalidad, el cronista echa de menos la carga de romanticismo que solía ser inherente al viaje que lleva dentro toda aventura, bien fuese por mar, por tierra, en «expresos de Shanghai» o en caravanas «con destino a Oregón»: ese trayecto físico y temporal, sorteando siempre los peligros de la naturaleza o las amenazas de hostiles enemigos, que contribuía a modificar la vida de los aventureros con una experiencia épica, única e inolvidable.

La otra noche, revisando «una de piratas», como decíamos de niños, ambientada a principios del siglo XX, volví a experimentar esa intensa emoción de la aventura oceánica que tanto debe a los libros de Stevenson, Conrad o Melville. Una emoción que surge, más del cambio psicológico y vital de los personajes enfrentados al peligro, que de la acción insólita o espectacular que motiva su transformación. Me refiero a Mares de China, un filme de Tay Garnett, de 1935, que narra el viaje entre Hong Kong y Signapur de un barco mercante con pasaje, y un cargamento secreto de oro, en la época del auge de la piratería malaya.

Una pequeña joya, en blanco y negro, de 90 minutos, prodigio de la síntesis narrativa y de una caracterización de personajes entrañables, trazados con un par de planos y unos diálogos brillantes, que nos introduce de lleno en las cubiertas y camarotes de un viejo cascaroó, presto a sufrir los efectos de un tifón y el abordaje de un junco poblado de pérfidos depredadores de los mares. Un castin excepcional contribuye a otorgar credibilidad y hondura a los personajes de la trama: Clark Gable como el experto capitán sorteando todos los naufragios de un turbio pasado en las tabernas portuarias; una chica de la vida, frívola y descarada, con el sugestivo nombre de China Doll (Jane Harlow); una atractiva y elegante dama inglesa (Rosalind Russell); el gran Wallace Beery interpretando a un malvado traficante con corazón de oro; Lewis Stone en la piel de un oficial de la marina mercante con el estigma de Lord Jim; y una galería de secundarios donde no falta el rico armador, la misteriosa dama china y el escritor borracho como parodia de un Somerset Maugham perdido en los viajes orientales en busca inspiración. Los momentos justos de acción, la escena de la «tortura de la bota malaya», que dio notoriedad al filme en su época, y ese final donde todo encaja con la precisión de un mecanismo de relojería, tanto para los espectadores del patio de butacas como para los del gallinero, convierten a Mares de China en una película ejemplar de piratas, pero, sobre todo, en un producto al que, si le falta alguna gota de inspiración para ser una obra maestra, le sobra un montón de elegancia y corrección narrativa para ser un producto inolvidable.

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