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Equipaje de arena

Black-Banville en Praga

John Banville (Wexford, Irlanda, 1945) es el escritor de las dos caras, el autor que bajo este nombre se autodefine como «artista», afrontando grandes desafíos estilísticos y cuestiones transcendentes, y que, al utilizar el pseudónimo de Benjamin Black, se proclama simplemente como «artesano», creador de las oscuras intrigas policiales protagonizadas por el investigador Quirke. A juzgar por sus declaraciones el autor disfruta con esta dualidad que, asegura, se asemeja a la doble vida que todos llevamos dentro repartida entre las horas de la vigilia y esa otra existencia que surge y se prolonga durante el sueño. Una declaración demasiado intelectual y seria, elaborada más por el Banville que busca impresionar a la crítica de «ceja alta» que por el Black metido a deshacer entuertos criminales.

Este cronista está más de acuerdo con otras afirmaciones del autor, como aquella en la que asegura que «escribe como respira, no sabe estar ocioso y piensa que la literatura es su razón para vivir». Como John Banville nos ha dejado novelas tan espléndidas como El intocable o El mar y ha sido capaz de jugar a meterse en la piel de Henry James para ofrecernos La señora Osmond, una secuela de Retrato de una dama. Bajo la personalidad de Benjamin Black, dejando de lado a su irlandés Quirke, nos regaló la resurrección del Philip Marlowe, de Chandler, escribiendo una aventura póstuma del detective americano: La rubia de ojos negros. El sentido lúdico de la escritura, en el fondo, parece revelarse como el motor que mueve a este novelista -galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2014-, a cultivar, incluso, el género biográfico con sus conocidos retratos sobre Newton, Copérnico o Kepler.

Ahora, en 2019, tocado de nuevo con el sombrero de ala ancha de Black, nos ofrece Los lobos de Praga (Alfaguara), una novela negra que discurre entre el invierno de 1599-60, en la corte de Rodolfo II, un monarca excéntrico, protector de magos y alquimistas, tan amante de lo oculto y esotérico como desapasionado por los asuntos de gobierno. El asesinato de una de sus jóvenes cortesanas es la clave de una intriga que ha de resolver Christian Stern, un joven advenedizo y ambicioso profesor de «filosofía natural» que se convierte, de la noche a la mañana, en favorito del fantasmagórico Rodolfo. El escenario: Praga, la ciudad laberíntica y misteriosa, el castillo real no menos enigmático, la niebla y la nieve; decorado ideal para amores turbulentos, enredos palaciegos, pérfidos cortesanos, espías y un legado pontificio hedonista y glotón. Casi un relato gótico a las puertas de aquella siniestra catástrofe europea que fue la Guerra de los treinta años.

Los lobos de Praga, con un sencillo problema detectivesco, es el libro más Banville de los firmados por Black: un ejercicio de estilo, sin el vértigo del relato policial actual, resuelto con elegantes descripciones ambientales, retratos minuciosos de los personajes de la trama, reales o imaginarios -magnifica construcción de la amante del rey y madre de sus hijos, la sensual Caterina Sardo- y un homenaje a la ciudad kafkiana, de la que está prendado el autor y sobre la que nos había dejado, hace años, una excelente visón en Imágenes de Praga. Una novela que, aunque promete más que ofrece en ese apartado del mundo del ocultismo, que parece envolver el crimen, debido a su ritmo lento y sinuoso, resulta muy apropiada para degustarla en el sillón, ante la chimenea, con una copa de brandy en la mesita. Especialmente durante las tardes de este invierno descafeinado, en el que el único asesino ha sido el pertinaz Anticiclón de las Azores, que ha matado las lluvias y neviscas y nos ha dejado sin poder estrenar la zamarra que nos regalaron las pasadas navidades

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