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En la extremidad del saber

Dopazo Gallego realiza una imponente indagación filosófica sobre las aporías del pensamiento moderno a partir de Henri Bergson

Decía Gilles Deleuze que sólo nos decidimos a escribir en ese punto extremo que separa nuestro saber y nuestra ignorancia y que hace pasar el uno dentro de la otra. El joven filósofo alicantino Antonio Dopazo Gallego parece entender que esta es una clave indispensable para escribir, pero también para leer filosofía. Lo confirma el extraordinario estudio que acaba de publicar sobre Henri Bergson (1859-1941): un autor que solía escribir al límite, en la extremidad de su saber, dispuesto siempre a enfrentarse con sus lados más opacos. El filósofo francés, excelente matemático y premio Nobel de Literatura, despertó el suficiente entusiasmo como para ser acusado de negar el misterio de la creación divina -al punto de que su obra fuese incluida en el Índice eclesiástico- y, al mismo tiempo, de construir una teodicea del espíritu apuntalada sobre una mística de la materia y el tiempo. El bergsonismo produjo una conmoción en el pensamiento de finales del siglo XIX, que continuó de manera menos estridente hasta finales del XX, confirmando lo que de él dijo su discípulo Charles Péguy: «Una gran filosofía no es aquella que establece una verdad definitiva, sino aquella que introduce la inquietud en el mundo». Si tras la primera guerra mundial, Bergson, como la cultura francesa, fue perdiendo su papel de referencia intelectual, tras la segunda inspiró a quienes intentaban librar a la filosofía de una hipertrofiada idea de Sujeto, que había metido al pensamiento moderno, desde su inicio, en un insuperable atolladero. Encontrar un plano trascendental desde el que pensar la posibilidad de la conciencia sin recurrir al fundamento de un Yo omnipotente ni regodearse en la perplejidad de su contrapartida existencialista era y, para muchos, sigue siendo, el único modo de recuperar un pensamiento sobre el todo o, al menos, una garantía filosófica, razonablemente insuficiente, de la continuidad entre el pensamiento y el mundo. La llamada filosofía de la diferencia en el siglo XX, siempre peleando con Kant e invocando a Schelling y Spinoza, ha tenido en el autor de Mente y memoria su interlocutor más afín, como muy bien entendió Deleuze y entre nosotros José Luis Pardo. Dopazo explora las arriesgadas estrategias con las que Bergson intentó conquistar ese plano de la creación del pensamiento contra todas las metafísicas estáticas que la ciencia moderna hizo suyas fingiendo desplazarlas. El filósofo lo denunció con rabia juvenil, precisión conceptual, y exuberancia literaria. Y con una clara comprensión de la historia de la filosofía, que le permitió replantear desde la sutileza de los antiguos los problemas abruptos de los modernos. Por eso en su lectura fue decisivo el hoy descatalogado Plotino, que Bergson convierte en «lupa de los antiguos» y al que Dopazo, en su relectura, identifica como un espectro que merodea insistentemente el pensamiento contemporáneo. Su libro acomete una interpretación depurada de los conceptos de memoria, duración, espíritu o creación, desde la génesis exhaustiva de las principales obras de Bergson hasta La evolución creadora, comentando sagazmente sus cursos sobre psicología y metafísica y olvidados trabajos como la impresionante «tesis latina», que dedicó al problema del lugar en Aristóteles. Lo hace desde un doble movimiento en el que convergen dos textos simultáneos: el que sigue «el paso de baile» del pensamiento bergsoniano y el que asedia las aporías y las «madrigueras» de un pensamiento moderno ante el que el primero comparece como síntoma y factor. No hay una sola expresión, un solo argumento banal en su lenguaje, que adopta un estilo bélico y policial, pertrechado de las metáforas justas para inspeccionar los dobles fondos de la maleta filosófica que, a menudo, Bergson quiere «colarnos»: radiografiando su equipaje e identificando todo el misticismo que bajo el ropaje fisicalista -y a la inversa- quiso pasarnos como de «contrabando». Ese trabajo crítico forma parte de la misión de una filosofía obligada a pedir cuentas del pensamiento ajeno, pero también a responder de las contradicciones del propio. En esto, y en la madurez de un pensamiento reconciliado con su finitud, Bergson y Dopazo son inequívocamente kantianos. Ese común ethos filosófico explica que el autor de este libro haya tenido el arrojo de poner toda su atención en aquellas cosas que hay que situar en el centro de la explicación y la generosidad de enseñárnoslas, convencido, como buen profesor, de que «o se tienen en cuenta desde el principio o ya no se les entenderá más tarde». Sus lectores y quienes aún perseveren en la condición humana de la filosofía le deben estar agradecidos.

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