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Los versos al sol

Ya sea a remojo o con el aire acondicionado a toda potencia, el verano nos invita a sumergirnos en un libro de poemas

¿Cansado de trasegar el novelón de turno por la hiperpoblada orografía del litoral patrio? ¿Harto de que un voluminoso mamotreto impida que el sol dore su piel con un bronceado perfecto? ¿Aburrido de que el salobre salitre, las latas enterradas en la arena, los excrementos de gaviota y las medusas camufladas de bolsas de plástico -cuando las había- erosionen, oxiden, descompongan y envenenen su flamante lectura veraniega? Olvide de una vez por todas estos molestos inconvenientes: plante su sombrilla en primera línea, apunte al firmamento con sus chanclas brasileñas, coja carrerilla y lea poesía. No volverá a perder el hilo cuando orbite sobre su cabeza una pelota de tenis-playa que ha decidido imitar la trayectoria de la bala mágica que mató a Kennedy. No tendrá que releer frenéticamente el mismo pasaje cuando despeine su flequillo un avieso frisbee. No olvidará el penoso destino de la protagonista cuando un desaprensivo surfista se atreva a remontar la gran ola a dos palmos de la orilla. Recuerde que un verso vale más que mil best sellers y que la intriga los mantendrá en vilo, pues en la poesía nada es lo que parece: los versos redondos suelen ser afilados, una mentira en verso tiende a reflejar una verdad en prosa y los versos al sol conservan sus propiedades mejor que en un ambiente fresco y seco, porque no llevan fecha de caducidad. Sin embargo, como no hay dos veraneantes iguales, aquí van unas apretadas recomendaciones para estos días en los que cambio climático nos obsequia con cuarenta grados a la sombra.

Para desprejuiciados transeúntes por las ruinas de la aldea global y por el lado zurdo del lenguaje: Me despierto, me despierto, me despierto (Pre-Textos), de Jorge Gimeno. Para quienes intuyen que una ventana es un caleidoscopio enmarcado: Para una teoría de las distancias (Tusquets), de Lorenzo Oliván. Para los que saben que todas las islas se llaman Ítaca: Dibujar una isla (Reino de Cordelia), de Verónica Aranda. Para mitómanos compulsivos y flâneurs consumistas: Poemas para ser leídos en un centro comercial (Fundación José Manuel Lara), de Joaquín Pérez Azaústre. Para metapoetas suicidas y escrupulosos correctores de pruebas: Tacha (Renacimiento), de Francisco José Martínez Morán. Para quienes han renunciado a la insolación de la belleza para no traicionar a los contraluces de la conciencia: Apártate del sol (Isla de Siltolá), de Javier Lorenzo Candel. Para quienes prefieren la fragilidad de los espejos a la tersura de los espejismos: Desguace (Visor), de Marcos Díez. Para los que aún confían en la versión original: Cinemascope (Trea), de Sergi de Diego Mas. Para quienes reivindican la transgresión de la vida doméstica: Esta tierra es mía (Isla de Siltolá), de Itzíar López Guil. Para los que han aprendido a habitar la grieta: La sutura y la piel (Candaya), de Miguel Ángel Ortiz Albero. Para los que han aprendido a deshabitarse: El otro ser (Isla de Siltolá), de Arturo Tendero. Para los que conocen el misterio «de un alma habitándose en soledad»: Cielo (Fundación José Manuel Lara), de Javier Lostalé. Para quienes han encontrado un refugio en la transitoriedad: Crónica de las aves de paso (Rialp), de Pablo Fidalgo Lareo. Para quienes defienden la utopía a pesar de los pesares: Hotel Europa (Isla de Siltolá), de José Luis Gómez Toré. Para quienes conciben la poesía como una fiesta: La ética del fragmento (Pre-Textos), de Luis Artigue.

Así que ya saben: si hay canción del verano, tinto de verano y hasta algún que otro himno generacional estival (véase El bello verano, de Family), ¿por qué no iba a tener cada lector su propio verso del verano? Háganme caso o échenme la culpa.

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