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Fernando VII, el rey felón

El catedrático de la Universidad de Alicante EmilioLa Parra trenza una biografía sobre el monarca golpista que contará para el futuro y que obtuvo el Premio Comillas

La biografía histórica es, sin duda, un género de difícil factura. El historiador puede caer a veces en el error de centrarse exclusivamente en su personaje y no darle la debida importancia al contexto histórico en que se mueve y en otras ocasiones proceder a la inversa: ensombrecer al biografiado por poner excesivo énfasis en su tiempo histórico. Lo difícil es, sin duda, conjugar esos dos aspectos. Que el personaje biografiado quede, por una parte, individualizado en su pensamiento, actitud y obras y, por otra, que esos aspectos cobren todo su sentido en el marco de la época y la sociedad que le tocó vivir.

En Fernando VII. Un rey deseado y detestado, Emilio La Parra, catedrático de Historia contemporánea de la Universidad de Alicante, ha sabido conjugar bastante bien esos dos planos al desarrollar la biografía del llamado rey felón y es por ello, sin duda, justo merecedor del XXX Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias. La Parra ya había demostrado anteriormente con su biografía sobre Godoy su gran capacidad para este difícil género historiográfico. Tanto el padre ahora con esta obra de Laparra, como su hija Isabel II, con la biografía que le dedicó Isabel Burdiel de hace unos años, han sido objeto de dos excelentes análisis biográficos.

La caracterización que realiza nuestro historiador del personaje deja por los suelos la imagen horrenda que nos había venido transmitiendo del rey la historiografía liberal, con una diferencia, y es que el autor demuestra con su minucioso análisis documental y bibliográfico de la actuación política y personal del rey que fue un personaje astuto, maniobrero, con cierta inteligencia práctica, mas con escasa capacidad intelectual, pero desde luego sin ningún valor moral.

La figura que emerge de este análisis biográfico es la de un Fernando VII que en lo personal es un personaje rastrero, sin palabra, mal hijo, campechano, amigo de los chistes y de las burlas populares que disfruta con los miembros de su camarilla. Su propia madre le caracterizó, y tenía motivos y conocimientos para ello, de la manera siguiente: «Mi hijo es de muy mal corazón, su carácter es sanguinario, jamás ha tenido cariño a su padre y a mi...»

Si en lo personal, no fue, desde luego, un dechado de virtudes, en lo político fue un golpista consumado; forzó la abdicación de su padre Carlos IV a su favor en el motín de Aranjuez e inició una política populista con una sanguinaria persecución de Godoy y sus seguidores. Animado por Napoleón dio otro golpe de estado a su vuelta del cautiverio (¿?) de Valençay el 4 de mayo de 1814, contra el régimen liberal de Cádiz. Y volvió a las andadas en el Trienio liberal apoyando la invasión de los ejércitos de Angulema.

La política contra sus enemigos siempre fue la de la represión sin piedad. Primero, con la abdicación forzada de su padre en 1808, la ejerció contra Godoy y sus amigos (paradójicamente a Jovellanos que no comulgaba ni remotamente con sus planteamientos políticos, lo puso en libertad de su forzado exilio de Mallorca por haber sido Godoy y la reina los responsables del mismo y no como reparación de la injusticia cometida con él). La llevó a cabo después contra los liberales a los que encarceló, fusiló u obligó a irse al exilio político, promoviendo la primera ola de refugiados políticos de la historia contemporánea de España. E, incluso, esa represión la ejerció contra su propio pueblo (aquel que le aclamaba como el Deseado) cuando las manifestaciones populares no secundaban sus propósitos. Y en muchas ocasiones la ejerció con suma cautela procurando buscar las coartadas precisas y los hombres de paja adecuados para que no le pudiese atribuir a su persona real y así quedase exonerado de su responsabilidad. Tras su vuelta de Francia, como instrumentos de esa represión y control social, Fernando VII restauró la Inquisición que había sido abolida en las Cortes de Cádiz y permitió el regreso de la Compañía de Jesús para imponer la ortodoxia ultracatólica.

Por si faltaba algo en este catálogo de iniquidades, Fernando VII fue un verdadero traidor a su patria. La Parra llega a enumerar y analizar las ocasiones en que, en Valençay, el Príncipe de Asturias renegó de España: desde su intento de pasar a formar parte de la familia de Napoleón y reconocerle pública y notoriamente como «nuestro augusto soberano» hasta felicitarlo por las victorias que las fuerzas invasoras francesas obtenían en suelo español, pasando por otras varias.

No es de extrañar que ninguno de los varios planes de evasión que desde el inicio de su «prisión» palaciega francesa se intentaron desde España e Inglaterra para liberarlo, fuera secundado por el Príncipe de Asturias y los infantes. Con lo que su liberación y vuelta a España hubiesen supuesto para el estímulo de los ejércitos españoles en su lucha contra el invasor francés.

Que Fernando VII, dejando aparte su etapa de monarca constitucional a la fuerza en el Trienio liberal, no restableció la monarquía absoluta de sus antecesores, sino un régimen de poder personal ya lo sabíamos por Artola, Fontana y otros, pero La Parra en este libro le da una nueva vuelta de tuerca a esta característica principal de su monarquía con un análisis pormenorizado de su funcionamiento a lo largo del tercio de siglo que duró su complejo reinado. Ese carácter personal de su poder que anulaba los limitados contrapesos que sustentaban la monarquía absoluta tradicional ya lo había esbozado en aquella breve etapa en que en Aranjuez consiguió la abdicación forzada de Carlos IV y lo continuó después a su vuelta del «cautiverio» francés en que comenzó no cumpliendo su promesa de convocar a las Cortes y llevó a cabo la primera ola de represión contra los liberales de Cádiz. Y lo consumó en el llamado sexenio absolutista tras la caída de los liberales en el Trienio.

Los organismos tradicionales de gobierno de la monarquía absoluta fueron sustituidos por un grupo de consejeros privados que ostentaba el verdadero poder en la monarquía mientras los gobiernos nombrados por el rey apenas tenían su confianza y sus componentes eran despedidos frecuentemente sin motivos aparentes e, incluso, algunos de ellos desterrado o condenado a prisión.

El verdadero núcleo de poder estaba en los componentes de ese consejo privado. Pero también en lo que se llamó después por la historiografía liberal «la camarilla» aquel conjunto de personajes (los más notables fueron, sin duda, el duque de Alagón y Chamorro cuya profesión inicial había sido la de barrendero de palacio) que poblaba su antecámara y no sólo le adulaba, reía sus gracias y le acompañaban en sus salidas nocturnas por Madrid en sus aventuras y devaneos amorosos extraconyugales que le costaron algunos graves disgustos con la real consorte, sino que fue, sobre todo, un verdadero grupo de presión que le influía políticamente e incluso intervenía en los negocios de estado. Si a todo lo anterior, le añadimos la pérdida de nuestro imperio colonial americano en la que Fernando VII jugó también un papel negativo importante, como analiza La Parra, es fácil comprender la conversión de España durante su reinado de gran imperio en una pequeña potencia de segundo orden en el concierto internacional de la época. No es fácil predecir (ni los críticos ni los historiadores pueden predecir el futuro) si ésta será o no la biografía definitiva de Fernando VII. Pero parece fuera de toda duda que los posibles estudios que le sucedan tendrán, sin duda, que contar con ella.

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