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Cuando los espectadores son los protagonistas

El escritor Joseph Roth fue también un lúcido espectador que escribió ocasionalmente crítica de cine

El libro está compuesto de veinte breves y sugerentes ensayos donde Roth desplaza la crítica convencional hacia una reflexión sobre los márgenes del cine, allí donde las crónicas de cine acostumbran a guardar silencio: las salas de cine donde se proyectan las películas y las reacciones de los espectadores ante la pantalla. Publicadas en diarios, como el Frankfurter Zeitung, estos escritos son anteriores a la aparición de sus novelas más conocidas, como La marcha Radetzky (1932). En la mayoría de los artículos de Roth, las películas ocupan un lugar secundario. Y cuando valora una película, como en el caso de Nanuk, el esquimal (Flaherty, 1922), la reflexión se desliza hacia la observación del público heterogéneo que acude a los cines de Berlín.

En el primero de sus escritos, El cine como manual de conducta (1919), Roth nos cuenta el viaje que realizó a una «pequeña ciudad germano-morava», donde esperaba encontrar una vida sosegada y aislada de la moderna cultura urbana. Sin embargo, muy pronto Roth se percata del extraño comportamiento de sus habitantes, cuyo refinamiento de gestos y modales le dejan desconcertado. Una tarde acude al cine de la ciudad y entonces el misterio se desvela. Las películas que veían los habitantes de esta ciudad habían transformado su vida cotidiana. Habían adquirido del cine sus gestos y movimientos corporales; la forma de mirar, saludar o el modo de cortejar a una dama habían traspasado la pantalla, instalándose en la realidad cotidiana: «Los jóvenes espectadores devoraban el gesto más insignificante de la mano, el más mínimo parpadeo del héroe o de la heroína. Y comprendí el influjo pedagógico del cine en la juventud de esta pequeña ciudad (?) Lo cotidiano se había convertido en película». No se trata tanto de pensar si el cine nos puede hacer mejores personas -como sostendrá posteriormente Stanley Cavell-, como de reflexionar sobre el modo en que el cine altera la mirada de la realidad, modificando nuestra propia subjetividad. Roth se pregunta si las sombras y espectros contemplados en la pantalla podrían llegar, de modo inconsciente, a configurar un «segundo yo». Y es que las películas son, para Roth, las nuevas novelas de caballería en las que los espectadores atraviesan la pantalla para realizar lo contemplado.

El cine del Prater es otro de los valiosos textos incluidos en el libro de Roth. Con la excusa del estreno de la película El as rojo (Jacques Jaccard, 1917) en el cine del Prater, el escritor abandona rápidamente la senda de la previsible reseña para ensayar una digresión narrativa. Roth imagina que los espectadores que se hallan sentados junto a él son los verdaderos protagonistas de la película que están viendo. Con esta inversión de planos entre la realidad y la ficción, la crítica se transforma en un apasionante e inesperado relato. Todos los espectadores «vienen de la pantalla», por lo que El as rojo, la propia película, comienza en la imaginación de Roth antes de que se apaguen las luces. Después, Roth describe con maestría el inicio de la proyección: «a tu espalda se empieza a expandir la desgracia con un ligero zumbido, un haz de luz blanquecina palpita desde un boquete cuadrado, avanza rápido y certero por encima de una sistemática maraña de cabezas, engendra con la lívida pantalla una prole infame de espectros diabólicos, deformes». La inquietud se apodera entonces del narrador, suscitada por la oscuridad onírica de la sala, al creer que quien está empuñando un revolver y disparando a discreción es su compañera de butaca o que el jefe del saloon del Oeste es, en realidad, el portero del cine. A medida que van apareciendo los personajes en la pantalla, el narrador acrecienta su confusión: «¡Dios mío! ¿Dónde habré visto antes esos ojos?».

En Cine en la Arena, Roth descubre la belleza de una pantalla inesperada. Asiste por la noche a una proyección al aire libre de Los diez mandamientos en el anfiteatro de Nimes. Aunque queda inicialmente deslumbrado por la grandeza y simplicidad del lugar para proyectar una película, de repente su mirada se eleva hacia el cielo lleno de estrellas. El dios de la película queda empequeñecido ante la belleza de la pantalla infinita en la que se deleita su mirada: «Uno obtiene consuelo, siempre que no mire a la pantalla sino al cielo». En otro texto, la proyección de una película de Harold Lloyd en el majestuoso Ufa-Palast de Berlin -el cine de mayor aforo que había en Alemania-, desata una divagación en torno a la sala de cine como templo sagrado donde el espectador descubre su propia fe.

Este pequeño libro de Roth enseña a ver el cine de otra manera. Sus crónicas surgen de la observación y ensoñación de la sala de cine, allí donde los espectadores se convierten en protagonistas.

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