Información

Información

Contenido exclusivo para suscriptores digitales

Wild wild country

Confieso que mi relación con el llamado «cine documental» ha sido como la que se mantiene con el sempiterno corredor que atraviesa, siempre, la línea de meta en segunda posición. Amante sin reservas de la ficción, guardo con el «documental» una simpatía condescendiente que ha ido creciendo desde los tiempos mágicos de los programas dobles en sesión continua. Nada excepcional si les digo que, una vez dentro del cine, hasta el NO-DO me parecía interesante. Pero es cierto que desde la fascinación infantil por El mundo del silencio ( J. Cousteau y L. Malle, 1956) y El desierto viviente ( J. Algar, 1953) la curiosidad en los años de juventud «cineclubista» por Flaherty ( Hombres de Aran,1933) o Leni Riefenstahl, hasta los bienintencionados panfletos de Michael Moore, la cosa ha ido mejorando. Tanto que hoy guardo gratísimos recuerdos de películas como Hermano, ¿me prestas tres centavos? ( P. Mora, 1975), Mondo cane (G. Jacopetti, 1962) o Woodstock ( M. Wadleigh,1970). Un reconocimiento por el género que no excluye mis dudas sobre sus pretensiones objetivas de captar la realidad o en torno a sus propósitos didácticos que, en muchas ocasiones, se ven empañado por oscuros intereses, cuanto no teñido de trampas y manipulaciones. El «documental», hoy por hoy, lo veo como género más propio de la pequeña pantalla iluminando cualquier disciplina académica -la Historia, la Geografía, las Ciencias Naturales, incluso la Metafísica- que de la oscuridad solemne de una sala de exhibición

En la pequeña pantalla, precisamente, he alucinado, durante varias noches seguidas, visionando Wild Wild Country, una miniserie de seis capítulos, de una hora de duración cada uno, firmada por los hermanos McLain y Chapman Way. Una serie de Netflix que se inscribe dentro de lo que ahora se llama true crime; una modalidad del «cine documental», que tiene como objeto el relato de hechos delictivos o bizarros, tan reales, como increíbles y, por esta última razón, destinados a golpear con fuerza en la sensibilidad del espectador.

Wild Wild Country cuenta la historia verdadera de la creación en 1981, en los terrenos de un rancho de Oregon, próximo al pueblo de Antelope (70 habitantes), de una comuna de rashnish, seguidores del gurú indú Bhagwan Sheree Rajnes. Un suceso que enfrentó de manera radical a los fanáticos de este líder religioso, partidario, entre otras cosas, del amor libre, con los habitantes de Antelope y el condado de Wasco, partidarios del inmovilismo propio de la América profunda y de que nadie viniera a molestarles, por mucho que los sectarios, en principio, hubiesen realizado un asentamiento legal y respetado las leyes americanas. Se armó, como era de esperar, la «de dios es cristo», que dicen los castizos. Amenazas y descalificaciones dieron paso a intentos de asesinato, a vulnerar las leyes de inmigración, a violentar las elecciones municipales e incluso se produjo una intoxicación de salmonella provocada por Shila Silverman, la secretaria del gurú, uno de los personajes más turbios, desagradables e inquietantes que el cronista ha visto jamás en la pantalla.

Los hermanos Way, a partir de un material de documentos audiovisuales de más de 300 horas y 110 horas de entrevistas a quienes vivieron estos hechos, han construido un culebrón hipnótico que pone los pelos de punta. Pero lo mejor de todo es que está montado con tal habilidad, para mostrar con frialdad los hechos, que el espectador no sabe tomar partido por la disputa que está viendo, sumiéndose en un profundo dilema moral. Y el asunto no es, en modo alguno, baladí. Se trata de elegir entre la libertad religiosa y la ortodoxia de los viejos credos; entre la tolerancia y la intransigencia; entre aceptar la inmigración o rechazarla; entre decantarse por las descabelladas propuestas de lo «nuevo» o aferrarse al más rancio conservadurismo. La eterna cuestión del miedo al «otro». Un documental que invita a la reflexión y que aporta vigor y fuerza al género. Hasta el punto que uno, sentado en su sillón comienza, a decirse: adiós a «las cebras cruzando el Serengueti»; auf wierdenshen a «¿dónde estaba Hitler la noche de los cuchillos largos?».

Lo último en INF+

Compartir el artículo

stats