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Twin Peaks y el método tibetano

Twin Peaks revolucionó en los años noventa el mundo de las series televisivas. Su última temporada, estrenada el año pasado, posiblemente vuelva a hacerlo

Kyle MacLachlan en Twin Peaks.

Somos como el soñador que sueña y luego vive dentro del sueño. Pero, ¿quién es el soñador?», Twin Peaks, episodio 14 (3ª temporada)

Lo confieso: no soy adicto a las series. Pero he de reconocer que tampoco he buceado demasiado en el infinito océano catódico actual. Las únicas series que me han provocado esporádicos temblores oculares han sido Homeland y algunos episodios de Juego de tronos. La sensación que he tenido viendo estas series es que la atracción que ejerce al espectador, además de su espléndida producción, se debe, fundamentalmente, a la adicción narrativa, a la necesidad de conocer el desenlace o incertidumbre que aparece al final de cada capítulo. Uno devora así las sucesivas temporadas sin darse cuenta, porque no puede quitarse de encima esa ansiedad narrativa.

No vi Twin Peaks en el momento de su estreno, cuando las dos primeras temporadas revolucionaron el mundo de las series televisivas. Aunque en cierto modo su nombre evocaba en mí un lejano recuerdo incompleto, el de haber escuchado la melodía de Angelo Badalamenti en casa y cuando viajábamos en coche, pues habíamos comprado el cassette de la banda sonora. Por eso ahora, casi treinta años después, al ver Twin Peaks, ese lejano eco musical que acompañó mi adolescencia ha puesto por fin imagen al recuerdo sonoro. De ahí la sensación extraña y melancólica que me ha deparado la experiencia de ver la serie. La curiosidad por la serie se acrecentó en mí, tras su resurrección inesperada en el Festival de Cannes de 2017, con el estreno de la tercera temporada.

La serie se estrenó en 1990 en la cadena norteamericana ABC. La idea surgió de Mark Frost, guionista de la inolvidable Canción triste de Hill Street en los años ochenta, y David Lynch, cuya última película realizada había sido Terciopelo azul. Frost y Lynch encarnan el hemisferio izquierdo y derecho de la serie, respectivamente: la dimensión lógica y narrativa es aportación del primero, mientras que la atmósfera onírica y surrealista es contribución del segundo. Todo el mundo, haya visto o no la serie, asocia Twin Peaks a la pregunta ¿Quién mató a Laura Palmer? Y aunque el enigma sobrevuela hasta los primeros capítulos de la segunda temporada, el crimen y su resolución no son más que un poderoso Mcguffin para mostrar un modo distinto de ver la realidad así como los extraños personajes que habitan en esta recóndita comunidad: una señora que recibe mensajes de su leño, el enigmático oficial Briggs, el manco vendedor ambulante de zapatos o el psiquiatra lisérgico.

Sin embargo, la fractura narrativa que rompe las expectativas del espectador es consecuencia de la irrupción de lo onírico en la trama. Ya desde el segundo episodio de la primera temporada, el agente Cooper explica al sheriff Truman y sus ayudantes el método tibetano. El mapa del Tíbet y los sueños del agente especial se convierten en una fuente fiable para tratar de resolver algunas de las incertidumbres que encierra el caso. Pero no se trata tanto de saber como de intuir, de dejarse llevar por las sensaciones y símbolos que atraviesan sus sueños, en los que aparecen personajes tan siniestros como el enano bailarín o el gigante.

Es esa atmósfera onírica la que va apoderándose progresivamente de la serie, desplazando la resolución del caso a un segundo plano. Aunque persiste la continuidad y la lógica del desenlace, lo esencial son las situaciones y las reacciones de sus personajes ante esa inédita dimensión vislumbrada en los sueños. De ahí que muchos de los episodios puedan verse también como películas autónomas. En las dos primeras temporadas, son muy reconocibles los episodios dirigidos por Lynch, especialmente en el inquietante modo de filmar objetos en entornos cotidianos. Lo cotidiano se transforma en desasosiego, como la manera de filmar el ventilador en contrapicado en casa de los Palmer o el pausado y silencioso desplazamiento de cámara a través del salón vacío de su casa. Lynch pone en imagen lo que Freud definió como umheilich, el rostro siniestro que esconde lo cotidiano y familiar. Esa sensación perturbadora recorre también los planos de transición, como el de las ramas de los árboles meciéndose por el viento o el del semáforo colgante en la oscuridad.

En la tercera temporada la abstracción se infiltra en la serie, disolviendo en muchos capítulos el sustrato narrativo. Algunas escenas suscitan perplejidad en la medida que proponen más una experiencia plástica o conceptual que una trama reconocible. Es el caso, por ejemplo, de la misteriosa caja vacía de cristal de los primeros episodios, que se erige en símbolo del vacío narrativo. El octavo episodio es un auténtico agujero negro sin «aparente» conexión con lo anterior, en el que el espectador debería dejarse llevar por las sensaciones visuales y sonoras en vez de empeñarse en descifrar, racionalmente, posibles claves interpretativas.

Kafka, del cual aparece en la serie un retrato en el despacho del director del FBI, decía que los libros que merecen la pena son aquellos capaces de romper el mar congelado de nuestra conciencia. Para este espectador el cine -pues esta serie puede ser vista como una prolongada película circular- habría también de proponer otro modo de mirar hacia dentro, como hizo Buñuel con su perro andaluz. Porque el cine, en ocasiones, nos hace vivir dentro del sueño aunque no sepamos, como nos recuerda Lynch, quién es el soñador.

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