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Posverdades a medida

¿Está justificado el interés por la posverdad? ¿Es realmente posible extirpar las emociones y las creencias del debate y de la toma de decisiones en el ámbito político? Si no lo fuera, ¿sería explicable la posverdad como reacción frente a la corrección política?

El presidente de Estados Unidos, Donald Trump. REUTERS/Leah Millis

El Diccionario del Inglés de Oxford eligió post-truth como palabra del año en 2016. Por su parte, la RAE incluyó posverdad en diciembre de 2017 en la versión en línea del Diccionario. La Fundación del Español Urgente ya la había seleccionado entre las diez finalistas en 2016, siendo populismo la finalmente elegida.

Según el OED, post-truth califica aquella situación en la que «los hechos objetivos son menos determinantes que la apelación a la emoción o a las creencias personales en el modelaje de la opinión pública». Por ejemplo: en esta era de la política de la posverdad, es fácil seleccionar cuidadosamente los datos y llegar a la conclusión que uno desee. El prefijo post- no se refiere tanto a posterioridad en el tiempo, sino a superación, cancelación o irrelevancia de aquello sobre lo que se aplica. Una época «posverídica» es aquella en que la persecución de la verdad se ha vuelto inútil o quimérica. Entraríamos en una especie de suspensión voluntaria de la capacidad de juzgar los hechos por lo que son y una querencia por asumir «hechos» ya teñidos de color. Dado que esos colores son más vivos y parecen aportar no solo una descripción, sino sugerir también una interpretación, permiten una justificación paradójica: es un hecho porque la interpretación lo explica de manera simple y económica (remontando el río de la lógica).

Por su parte, el DRAE define posverdad así: «Distorsión deliberada de una realidad, que manipula creencias y emociones con el fin de influir en la opinión pública y en actitudes sociales». El ejemplo sería: Los demagogos son maestros de la posverdad. La diferencia con la definición británica merece reseñarse, más allá de que en inglés funciona como un adjetivo y en español es un sustantivo: donde el diccionario de Oxford describe una cierta coyuntura política y habla de que la opinión pública en torno a ella fragua más con el material de las emociones y creencias personales que de los hechos demostrados, el de la Academia habla directamente de «distorsión deliberada», «manipulación» e «influir».

La primera sugiere que es la situación la que genera una descarga de emoción que, sin duda encauzada por instancias que no se precisan, puede sobreponerse a la evidencia de los hechos. La segunda dice que los hechos son manipulados interesadamente para azuzar emociones, lo cual hace de la posverdad, implícitamente, un aggiornamento del término «propaganda» en el sentido que tenía desde comienzos del siglo pasado (y que el DRAE precisamente no recoge en esa acepción, pero sí el OED). Ninguna de las dos alude a que sea un fenómeno nuevo, pero el ejemplo de uso británico sugiere el big data, que sí es una nota de actualidad, mientras el español apela a la demagogia, y podría predicarse tanto de los políticos actuales como de los sofistas contemporáneos de Platón.

Inútil quizá apuntar que las definiciones de ambos términos, por muy venerables que sean las instituciones lexicográficas que las proponen, no son ajenas al contexto político (Brexit, negociaciones de paz con las FARC en Colombia, elecciones en EE UU y consulta independentista en Cataluña). E inútil quizá también recordar que ambas presuponen una incompatibilidad entre conocimiento racional y emociones que está muy lejos de ser asumida por la psicología y en general las ciencias cognitivas.

Para qué queremos mentiras, si tenemos posverdades

¿Está justificado el interés por la posverdad? Las interpretaciones de analistas políticos y expertos en comunicación basculan entre quienes la juzgan un término de moda que ha acertado a etiquetar un procedimiento muy antiguo, conocido desde la retórica clásica (demagogia, como sugiere el DRAE), y desde luego bien identificado ya en la prensa de finales del siglo XIX y principios del XX (propaganda, como hemos apuntado arriba), y quienes destacan su radical novedad y la vinculan inequívocamente a los efectos casi inevitables del digitalismo, la telemática y las redes sociales.

Parece quizá más razonable pensar que ni una cosa ni la otra, sino una mezcla explosiva de ambas. Solo un mes después de la toma de posesión del presidente Trump, The Washington Post hizo recuento de las mentiras que habían salido de su boca (en conferencias de prensa al uso) o de su cuenta de Twitter (un canal novedoso). El resultado era abrumador: cuatro al día. El periódico ha seguido registrándolas en una especie de contador casi instantáneo (Fact Checker's Ongoing Database). A los cien días marcaba 492 falsedades. Al año de mandato, en enero de 2018, indicaba 2.140 falsedades: una media cercana a las seis diarias. El periódico clasifica cada una en una horquilla de uno a cuatro «pinochos» y muestra la información, oficial habitualmente, que las denuncia como tales mentiras. Los ataques de Trump contra la prensa «deshonesta» y «enemiga de América» no se hicieron esperar, pero los ejemplos eran tan palmarios que no podemos sino agradecer al Post y a otros diarios norteamericanos que contrasten la información tan minuciosamente y lo pongan todo negro sobre blanco. Ante dichos ataques, el Post decidió insertar un lema nuevo en su cabecera en febrero de 2017: Democracy Dies in Darkness.

Comparte, comparte, que algo queda

Junto a mentiras con nombres y apellidos, también tenemos mentiras por persona o empresa interpuesta: Facebook o, por mejor decir, Fakebook: libro de (más)caras. Mark Zuckerberg, después de haberlo negado categóricamente, reconoció en comunicados cada vez más inquietantes, 1) que había detectado la presencia de noticias falsas entre las que contrataron su publicación con ellos, entre ellas más de tres mil cuentas relacionadas con la trama rusa; 2) que el alcance de esas noticias en las semanas previas a la cita electoral de noviembre de 2016 alcanzó a diez millones de estadounidenses y 3) aunque, bien mirado, mejor contabilizar 126 millones, a partir de ochenta mil fakes contratados.

Entre esas mentiras, estas perlas: que el Papa Francisco I apoyaba abiertamente la candidatura de Trump, que WikiLeaks desveló que Hillary Clinton había vendido armas al ISIS, que el líder del ISIS pidió el apoyo de los musulmanes americanos a Clinton y que un operario de mantenimiento descubrió en un almacén en Columbus (Ohio) decenas de urnas repletas de votos para Clinton.

En marzo de 2018 supimos que una inocente encuesta respondida por unos cientos de miles de usuarios en Facebook (que sí accedieron a compartir sus datos) llevó a que los de ochenta y siete millones de ellos (fraternalmente solidarios con los primeros, sin saberlo, en ese compartir) llegaran a una empresa británica, Cambridge Analytica, que supuestamente iba a dedicarlos a fines académicos. En realidad, se utilizaron para micromarketing digital enfocado a citas electorales, en particular el referéndum del Brexit y las presidenciales norteamericanas. Robert Mercer, multimillonario y donante generoso en las campañas republicanas, era el fundador de la empresa, y Steve Bannon, hasta hace poco estratega jefe de Trump, el vicepresidente. Así que no fueron solo los rusos, y no engañaron indiscriminadamente tergiversando hechos objetivos, sino que emplearon mentiras customizadas y por tanto mucho más insidiosas: teñidas del color de las disposiciones o debilidades que nosotros mismos les revelamos.

Más preguntas que respuestas

Las definiciones del término posverdad nos dejan más dudas que certezas sobre su alcance. ¿Es realmente posible extirpar las emociones y las creencias del debate y de la toma de decisiones en el ámbito político? Si no lo fuera, ¿sería explicable la posverdad como reacción frente a la political correctness? ¿Podría entenderse como una mentira burda y maleducada, pero que hace gala de sinceridad y llaneza en las formas, frente al catecismo políticamente correcto, que es una hipocresía en cambio civilizada, biempensante? ¿Es la maniobra de unas élites en la sombra para desalojar del poder a otras élites inoperantes o menos aptas en el nuevo ecosistema mediático? Quien denosta la posverdad, ¿puede tirar la primera piedra contra ella, o más bien la convierte en el chivo expiatorio que desvía la atención sobre sus propias medias verdades seculares?

La denuncia de la posverdad en la era Trump ( post-trumpfullness, como ha sido llamada) no puede hacernos perder de vista tres circunstancias: 1) su desprecio olímpico de la crítica, porque es prerrogativa de la posverdad el ser inmune a pruebas fácticas en contra (como lo ha sido en su origen): los fact checking, como han demostrado estudios recientes, resultan ineficaces y hasta contraproducentes en términos de pedagogía política, reforzando el «sesgo de confirmación» más que introduciendo una duda razonable en el electorado; 2) la implicación de administraciones anteriores, sin duda más políticamente correctas, en posverdades pre-Trump: baste solo recordar que fue precisamente durante el mandato de Obama cuando WikiLeaks desveló los documentos más comprometedores sobre la guerra en Irak y en Afganistán, y cuando se autorizaron escuchas indiscriminadas a la población a través de sus dispositivos móviles, escuchas que habían sido negadas repetidamente, y que fueron destapadas por Edward Snowden en 2013, esas contra las que los manifestantes airados portaban pancartas muy ocurrentes: Yes, We Scan, y 3) la responsabilidad de la prensa seria, y no solo de instancias no acreditadas que intoxican interesadamente las redes sociales, en la producción y propalación de esas posverdades: su origen puede haber sido espurio y malintencionado, pero su circulación y amplificación interesada en medios solventes las legitiman en cierto modo.

Planteábamos arriba si la posverdad es un fenómeno estrictamente contemporáneo, con un ingrediente inédito decisivo (las redes digitales), o si se puede rastrear en el pasado, incluso en épocas relativamente remotas. Quizá sea ambas cosas: una estrategia humanísima revolucionada por una tecnología de procesamiento de datos inhumamente afinada.

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