n La posverdad, aun sin ser llamada de esa manera, ha sobrevolado la reflexión reciente sobre la comunicación política. Harry Frankfurt especuló sobre el término bullshit, que se diferencia sutilmente de la mentira: mientras el mentiroso reconoce y hasta honra perversamente la verdad, tergiversándola pero teniéndola en mente y en cierto modo también en aprecio, el bullshitter vuelve irrelevante la diferencia: escéptico sobre la posibilidad de hallar la verdad, sustituye la corrección de sus juicios por la sinceridad, es decir, una verdad circunscrita y subjetiva ( On Bullshit. Sobre la manipulación de la verdad, Barcelona, Paidós, 2006). Mark Thompson recupera el concepto de «autenticismo» y lo identifica como ingrediente del discurso político que triunfa hoy: simplicidad expresiva que sugiere honradez emocional, sospecha de los meros hechos, que son fríos, anecdóticos, estadísticos y emborronan o distraen de las «verdades» que laten debajo, enfático desprecio de la retórica?lo cual no impide explicar el términos precisamente retóricos la operación ( Sin palabras: ¿Qué ha pasado en el lenguaje de la política?, Barcelona, Debate, 2017). Y Eli Pariser ha explicado muy bien cómo los algoritmos que emplean las redes sociales devuelven al usuario en sus búsquedas y en sus navegaciones por la red una imagen demasiado parecida a sí mismo como para permitir las perspectivas diversas y el contraste de pareceres o de gustos.

( El filtro burbuja. Cómo la red decide lo que leemos y lo que pensamos, Madrid, Taurus, 2017).